Le gusta a Pedro Sánchez presumir de mayoría en el Congreso. Recuerda a menudo que ganó las últimas cinco elecciones, aunque se le olvida que en las dos más recientes, Galicia y el País Vasco, se vio superado con holgura por varios partidos. Pero su mayoría tiene los escaños de barro y únicamente se pueden solidificar con billetes de los impuestos de todos y cesiones que aumentan la desconexión del Gobierno con la realidad de sus gobernados.
Sánchez pasará a la historia por tener que prorrogar tres veces las cuentas de su odiado Cristóbal Montoro. No ha sido capaz en dos años de aprobar unos Presupuestos. En su único intento, acabó forzando unas elecciones anticipadas que no han hecho más que debilitar su posición en el Congreso, por mucho que el CIS le otorgue arrolladoras victorias en los sondeos. Cada semana se empeña en despreciar al principal partido de la oposición. Y también llena de feos al que se ofrece como bisagra para intentar recuperar su posición en el tablero político.
Pero Sánchez está en manos de Pablo Iglesias, el socio forzoso del que dijo que no le dejaría dormir ni a él ni al 95 % de los españoles si llegaba al Gobierno. El líder de Unidas Podemos, acosado por las irregularidades financieras de su partido o el extraño episodio de la tarjeta de su antigua asesora Dina Bousselham, necesita cortinas de humo con las que tapar esas sospechas. El comodín de Franco ya lo explota el PSOE. Lo de la corrupción puede acabar salpicando a todo el mundo, porque todos los partidos andan envueltos en los tribunales. Le queda la mayoría de la investidura, unos aliados que solo comparten el interés por destruir España y todo lo que representa.
Lo dijo la representante de ERC desde la tribuna del Congreso: «España nos importa un pimiento». Lo repite cada semana la portavoz de Bildu: «Lo que queremos es condicionar a España para lograr la independencia. Y aquí estamos, siendo decisivos».
Por eso, no sorprende que Iglesias se preste a hacerse la foto con los que son su verdadera fortaleza, pues de esa relación depende la supervivencia política del bipartito. Así, no extraña ver cómo se le garantiza a los de Otegi el inminente fin de la dispersión de los presos etarras. O cómo se mercadea con la reforma legal del delito de sedición para que los independentistas que no lograron sortear al Supremo puedan salir de la cárcel y cumplir con su desafío del «lo volveremos a hacer». No importa lo que haya que prometer con tal de alargar la legislatura. Ya no se trata de un hospital en Teruel o de un tren a Cantabria. Aquí se juega privilegiar a unos pocos catalanes y vascos en detrimento de todos los demás. Es una triste subasta en la que se perjudica a la mayoría de los españoles.