El caso Pegasus fue el penúltimo cartucho de los independentistas para vencer las resistencias de Pedro Sánchez y acelerar su verdadero objetivo: librar de las consecuencias penales del 1-O a los líderes del procés y a sus principales colaboradores en el mayor desafío al Estado desde la intentona golpista del 23F.
El caso fue articulado por un supuesto investigador de un centro de estudios adscrito a una universidad canadiense que luego se supo que estaba a sueldo de los propios conspiradores secesionistas y que incluso formó parte del intento de creación de una moneda virtual para la futura Cataluña independiente, entre otras muchas acciones bordeando los límites de la ley.
Todo estaba listo, incluso una web, desde tres meses antes. Y la coreografía de los independentistas funcionó a la perfección con la colaboración de Unidas Podemos y la debilidad parlamentaria del PSOE. Poco importaba que los seguimientos y escuchas desvelados —cuatro de ellos al menos, falsos— se hicieran con todas las garantías legales y la preceptiva autorización judicial.
La victimización de los que pretendieron subvertir el orden constitucional en España y reventar la convivencia acabaron cobrándose la cabeza de la jefa del CNI, una funcionaria discreta a la que no salvó ni su amistad con Margarita Robles. Además, tanto los catalanes, como luego los vascos, arrancaron todo tipo de concesiones para garantizarse la impunidad cuando cumplan con su amenaza de volver a hacerlo.
La rebaja de las penas por malversación y la desaparición de las de sedición no son más que el colofón a aquella maniobra de distracción urdida desde Canadá y que acabó por desarmar parte de la autodefensa del Estado para complacer a unos pocos. Solo humo.