Una revolución tecnológica que va demasiado deprisa
ESPAÑA
Pocas veces los docentes sentimos tanta satisfacción como cuando conseguimos que un estudiante con dificultades alcance los mismos objetivos que sus compañeros. Sin embargo, ayer todos nos despertamos sobresaltados con la noticia de que un adolescente con un trastorno de personalidad había apuñalado a varios compañeros y profesores en un instituto de Jerez. Saber esto nos dejó conmocionados y contribuye a incrementar el pesimismo general sobre la sociedad que estamos creando, propiciando incluso la tentación de considerar que este tipo de alumnos no debe compartir espacio con los demás.
Pero los ciudadanos deben saber que en los centros educativos se trabaja con una gran diversidad de estudiantes, y que esto es algo enormemente enriquecedor. Por lo tanto, no cabe esperar que extremos como el de la noticia puedan repetirse entre este tipo de alumnos.
El problema existe, pero afecta a todos los jóvenes. Empezamos a acostumbrarnos a saber de grupos de adolescentes que abusan sexualmente de compañeras; jóvenes que se plantean el suicidio, otros que padecen trastornos asociados a su adicción a internet; niños que acceden a contenidos pornográficos desde edad muy temprana; otros con ansiedad, depresión o trastornos psiquiátricos... ¿Qué estamos haciendo mal?
Vivimos en una sociedad nada ejemplarizante, en una revolución tecnológica que va demasiado deprisa, que nos hace anticuados muy pronto y donde la experiencia no se valora. Los jóvenes pretenden encontrar sus modelos en internet y se acostumbran a banalizar la violencia, las relaciones sexuales y los sentimientos. Además tendemos a sobreprotegerlos, evitándoles esfuerzos y padecimientos. De esta manera les vaciamos de aquello que les da seguridad, como es el conocimiento de los límites de sus actos; y energía, como la que proporciona la lucha por los ideales propios.
Combatir todo esto es tarea de todos. En primer lugar de las familias, que deben incrementar la comunicación con sus hijos para saber qué les preocupa, aceptando que educar no es un camino de rosas y que a veces hay que soportar caras largas y un ambiente tenso en casa. Tampoco deben encontrar en los fármacos y en los especialistas el remedio para la mala conducta de sus hijos, aunque esto las tranquilice y las libere de responsabilidades.
Por otro lado, es preciso que los gobiernos pongan los medios para regular el acceso de los menores a los contenidos de internet, y que no se queden rezagados legislando, si no queremos aceptar que se están creando las normas a costa de los problemas que evidencian nuestros jóvenes y que se podrían haber evitado. También insistimos en la necesidad de reforzar los servicios de salud mental infantil, que se ven desbordados, dotándolos del personal y los recursos necesarios.
Hay que promulgar leyes educativas que abandonen la tentación de adoctrinar a los jóvenes, en favor de desarrollar su espíritu crítico e independiente. Sin embargo, no debemos ser derrotistas. Esta sociedad ofrece alternativas espléndidas para formar jóvenes sanos mental y físicamente. Una de ellas es el deporte.
En definitiva, a los docentes nos resulta muy difícil educar a una juventud que recibe estímulos tan poco edificantes, en medio de unos cambios tecnológicos que van muy por delante. Los jóvenes no pueden aprender teóricamente a ser personas. Necesitan experiencias y modelos.
Como decía Quino, el creador de Mafalda, «educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se necesita saber, pero para educar hay que ser». Y esta sociedad es, en demasiadas cuestiones, poco educativa.