Las tres señales de la pandemia


Para entender la pandemia que nos asola desde febrero del 2020 vamos a recordar, con Séneca, que «la sorpresa añade gravedad a las calamidades». Porque fue la resistencia a reconocer la plaga la que nos hizo zozobrar en las tres señales de la crisis. La primera, en la frente, fue la humillación de nuestra cultura, que, por creer que la medicina rozaba el poder absoluto, nos hizo ver a los mayores muriendo solos y desatendidos, a los médicos protegiéndose con bolsas de basura, las ucis desbordadas, los muertos sin entierro, y a muchos políticos, científicos y comunicadores improvisando efímeras respuestas a estúpidas preguntas.

La segunda, en la boca, nos la propinó la extrema debilidad de nuestro sistema económico y social, y la sensación de que lo que los humanos no pudimos paralizar con guerras mundiales, desprecio a la naturaleza y exterminios de toda especie, lo puede doblegar un virus que ni siquiera vimos venir. Es decir, que mientras los profetas de la fachenda humana andaban vaticinando la inminente derrota de la muerte, la gente se moría por falta de respiradores.

Y la tercera, en el pecho, afecta a la parte más humana de la crisis, la del miedo a la muerte, la necesidad de entenderla, y la obligación de asumirla dignamente. Porque nos hemos percatado de que esta civilización, cientificista y laica, no sabe encarar la muerte -propia o próxima- con soluciones más solventes que las de nuestros antepasados; ni saciar el ansia de inmortalidad -que constituye la única alternativa a este rudo y existencial absurdo- para evitar que el destino del rey del mambo cósmico sea convertirse en estiércol para plantas. Por eso no es extraño que un 20 % de las personas que se definen como no practicantes reconozcan haber rezado en este año dramático. O que el 9 % confiese haber retomado la práctica religiosa. Porque, más allá de la ausencia de despedidas y ritos funerarios, cuya asunción parece doler más que la muerte misma, tengo la sensación de que la ridícula conversión de los abuelos en estrellitas del cielo perdió funcionalidad, al ser percibida como una colosal muestra de impotencia ante la muerte efectiva, o como un déficit de valentía y virtud a la hora de trascenderla.

Hicimos el ridículo cuando tuvimos que enfrentarnos al miedo y a la nada.

Es posible que nuestros mayores no fuesen tan simples como creíamos cuando empezaron a llenar la tierra de templos votivos, tumbas colosales y santos especializados, que, fruto de guerras, pestes y catástrofes, generaron sentido y esperanza en tiempos de tribulación. Porque, cuando la casuística de la muerte nos impide racionalizar sus visitas, para arrumbar la reflexión sobre el principio y el fin, la muerte se hace obsesiva, hasta hacernos percibir que nuestra civilización fue mutilada de la opción de sentido. Hicimos el ridículo cuando tuvimos que enfrentarnos al miedo y a la nada.

Y por eso no hay que descartar que, en cualquier coyuntura adversa, volvamos a mirar al cielo, para no confundir la salud con la inmortalidad, la ciencia con el sentido, y la arrogancia con la esperanza.

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