
Miguelanxo murado analiza la figura del emperador Hiro Hito y cuenta la apasionante historia del discurso que grabó para anunciar la rendición de Japón. Este discurso acaba de ser editado en formato digital
09 ago 2015 . Actualizado a las 05:05 h.No todos los días se oye a hablar a un dios por la radio. Ese fue, sin embargo, el privilegio que asistió a los japoneses el 15 de agosto de 1945, pronto hará setenta años. En torno a las once la mañana se interrumpió la programación habitual de la NHK, la radio nacional, y se dio paso a lo inimaginable: el emperador Hiro Hito se dirigía a su pueblo para anunciar la rendición del país tras casi cuatro años de guerra contra Estados Unidos. Era la primera vez que sus súbditos escuchaban la voz de quien consideraban un dios, descendiente directo de Amaterasu, la divinidad del sol, un monarca remoto, ritualmente inaccesible. De hecho, pocos pudieron entender lo que decía, tan diferente de la lengua ordinaria era el dialecto del japonés que hablaban los miembros de la familia imperial. Algunos oyentes incluso dieron vivas creyendo que lo que se anunciaba era la victoria. Quizás mejor así, porque entre quienes lo entendieron correctamente muchos decidieron quitarse la vida antes que afrontar el deshonor de una capitulación. Con aquellos cuatro minutos escasos de radiodifusión se ponía punto y final a una guerra que había segado hasta ese día más de treinta millones de vidas. Para el propio Hiro Hito debía haber sido también, al menos en teoría, el final de su estatus divino. Pero no está muy claro que ni él ni muchos de sus súbditos llegasen realmente a asumir esa transformación del todo. Cuando las fuerzas de ocupación norteamericanas le obligaron al año siguiente a declarar expresamente que no era un dios, el emperador despachó el asunto con otro discurso vago en japonés palaciego. No es fácil que quien ha sido dios toda su vida acepte convertirse en un mortal de repente. A Hiro Hito, desde luego, no le habían educado para eso. En su primer baño al poco de nacer, como mandaba la tradición, se le habían leído textos clásicos mientras un arquero pulsaba la cuerda de su arco para alejar a los malos espíritus. A partir de ahí, incluso cuando era un bebé, los criados debían postrarse para dirigirse a él. Era la infancia de un dios, pero no necesariamente la de un dios feliz. Tan solo se le permitía ver a su madre una vez a la semana. A su padre, perdido alternativamente en los brazos de sus concubinas y en los delirios de una locura incipiente, aún le llegó a ver menos. Su biografía oficial ?12.000 páginas, 61 volúmenes? asegura que solo lloró dos veces en su vida y que una fue en esta época ?la otra será cuando tenga que ordenar la disolución del ejército, al final de la guerra mundial?. En su juventud todavía seguía sin responder a lo que se esperaba de él: corto de vista, torpe y tímido? Incluso su decisión de usar gafas suscitó todo un debate teológico sobre una divinidad de la religión shinto podía reconocer públicamente que su vista no era perfecta. Su interés por la biología marina ?llegó a hacer algunas investigaciones de valor científico- no hacía presagiar un emperador guerrero. Y sin embargo acabo siéndolo, desgraciadamente. Leyendas exculpatorias aparte, los historiadores no tienen ninguna duda de que Hiro Hito aprobó las aventuras militares de sus ejércitos en China y luego contra las potencias occidentales. Hay suficientes pruebas de que incluso autorizó el uso de armas químicas y otras medidas que constituyen crímenes de guerra. Si en alguna ocasión intentó frenar a sus generales fue por inseguridad, no por pacifismo. Como para tantos monarcas de la historia, su preocupación principal era la preservación de su dinastía y del título imperial. Incluso cuando accedió finalmente a los ruegos de su gobierno para que aceptase los términos de la rendición que le ofrecían los aliados, aquel agosto de hace setenta años, solo se preocupó de estipular una condición: su propia continuidad en el trono. Para entonces, las ciudades de Japón habían sido completamente devastadas por los bombardeos. La decisión final de poner fin a la guerra se tomó, de hecho, en un refugio antiaéreo en las primeras horas del día 10 de agosto. Solo existía un engorroso problema técnico: en el ejército japonés estaba prohibida la rendición. Por esa razón era importante que el pueblo escuchase al emperador aceptar la derrota expresamente. Así que se redactó para él un breve discurso lleno de eufemismos ?«la guerra no ha ido necesariamente en el sentido de los intereses de Japón» se decía, para explicar que la derrota era total y que el enemigo estaba a las puertas?. Luego, siguiendo con la tradición, hubo que esperar a que el calígrafo imperial transcribiese todo el texto con pincel como si se tratase de un poema. Finalmente se llamó a palacio a los técnicos de sonido de la NHK y en algún momento del día 12 o 13 de agosto se realizó la histórica grabación de la voz del Emperador. Emitirla resultó aún más complicado. El ejército se encontraba agitado ante los rumores de una inminente rendición y cuando un grupo de oficiales se enteró de la existencia de la grabación puso en marcha un golpe de estado para impedir que se difundiese. La madrugada del día 15 los sublevados, dirigidos por el mayor Kenji Hatanaka, lograron apoderarse del Palacio Imperial tras asesinar al jefe de la guardia imperial, el general Mori. Empezó entonces un frenético registro de las dependencias palaciegas para localizar el disco con la voz del Emperador. Lo buscaron toda la noche, sin éxito. Como en un cuento de Borges, el tamaño del palacio, lo laberíntico de su planta, les abrumó. Una oportuna alerta de bombardeo que dejó a Tokio sin luz les obligaba a buscar a oscuras, a la luz de las cerillas; y se vieron también confundidos por los nombres de las estancias, rotulados en japonés arcaico. Al llegar el alba, agotados y frustrados, tuvieron que abandonar. Hatanaka se fue a su casa y se disparó un tiro en la cabeza a las once de la mañana. Aproximadamente una hora después, cuando el sol, el antepasado de Hiro Hito, estaba en todo lo alto, se emitió el discurso del emperador. En realidad, hacía horas que la grabación había salido de palacio, escondida en la cesta de ropa sucia de las criadas. Fue así como los japoneses pudieron escuchar por fin la voz de un dios: una voz atiplada hablando en una lengua incomprensible pero que, al menos, anunciaba el final de la pesadilla de la guerra.