Querido Carlos (Mosquera): El otro día, y por primera vez desde que vivo en Taiwán, fui a cortarme el pelo. Siempre procuro aguantar, melena al viento, hasta que regreso a España, pero como esta vez no he aprovechado las vacaciones de año nuevo chino para regresar a casa, no ha sido posible. Elegí la peluquería que hay justo debajo de mi casa. No porque tuviera mejor pinta que las otras, sino porque pensé que, como tienen que saludarme todos los días, pondrían más cuidado con la cuchilla.
Tengo mis razones. Taiwán es el país con más peluquerías por habitante de toda la galaxia. Y no pueden -cuestión de estadística- ser todas buenas. No hay más que ver los cortes que llevan los jóvenes por estos parajes; parecen hechos con hacha de sílex. Además, los asiáticos tienen el pelo liso y manso, mientras yo lo tengo rizado y cabrito. Hubiera querido que vieras las caras de los peluqueros cuando me vieron entrar, con greñas de ocho meses. Para mí que me confundieron con el Yeti.
Una valiente dio un paso adelante y aceptó el reto. Un murmullo de admiración se extendió por toda la peluquería. Me lavó primero el pelo, pero no en una de esas sillas maravillosas que hay en España, sino a manguerazos, arrodillado yo sobre un pilón de piedra antigua, como esperando la ejecución. Después, frente a un espejo mugriento y mal iluminado, comenzó el ritual. La pobre chica tocaba y miraba de pelo como si fueran muestras orgánicas alienígenas. Mientras, tres de sus compañeros observaban sus progresos: sienes, flequillo, patillas, nuca? No existía un plan preestablecido -un poco como el gobierno-, así que la guerra se fue ganando por batallas.
El resultado final -tres trasquilones aparte- no fue del todo malo. En el entusiasmo de la victoria, la chica me regaló un masaje demasiado enérgico que me durmió los hombros, pero que agradecí con educación. Además, mi pelo consiguió lo que ninguna revista de marujeos antes: que las señoras cerraran la boca en la peluquería. Merezco pasar a la historia.