uerida Pilar: La cultura es un entramado misterioso. Su función es, en última instancia, proteger al ser humano del horror de la decadencia, la muerte y la desaparición, y en cada parte del mundo se apañan como pueden para conseguirlo. En ocasiones los mecanismos son similares, pero otras veces se parecen lo mismo que una oveja a un castaño. Por eso la variedad de tabúes, supersticiones y creencias es infinita. Aunque pueda parecernos que la modernidad -y las moderneces- han convertido la tradición en un desguace inútil, la realidad es muy otra.
Hace unos días volvía, en pleno tormentón otoñal y nocturno, a casa en un taxi. Hablaba por el móvil con una amiga sobre una película que nos entusiasma a ambos. Quise, en un momento dado, recordarle una escena en la que sonaba una música muy peculiar, y se la silbé. El taxista, sin previo aviso, comenzó a increparme en taiwanés -que suena, gritado, como si te estuvieran pegando con un bolso-, detuvo el coche en la cuneta, salió a la lluvia sin pensarlo dos veces, abrió mi puerta, me cogió del brazo y me sacó, suave pero firmemente, de su taxi.
Arrancó antes de que pudiera yo decir amén. Por el teléfono oía las carcajadas de mi amiga, que me explicó que la tradición china afirma que los silbidos, al caer la noche, atraen a los fantasmas. Se ve que el hombre no quería -y con razón- llevárselos a casa aquella noche y prefirió arrojarlos a la tormenta. Yo solamente fui un daño colateral.
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