uerido Lucho: Una de la peores cosas de vivir en Taiwán es la masificación. Los taiwaneses son muchos, y además ruidosos y desordenados como demonios: no saben lo que es guardar una cosa, y todo lo dejan, fuera y dentro de casa, según cae. Los hay que no saben para qué sirve un cajón. Así están las calles, que no hay quien pasee por ellas: la acera comida por motos, coches, chiringos, macetas, taburetes para sentarse al fresco.
Por eso los dos días de año nuevo chino son mis favoritos. No son pocos los amigos y alumnos que, por hacer una buena acción, me invitan a pasar estas fiestas con sus familias, pero siempre me invento excusas para rechazar su ofrecimiento. Las calles están desiertas, las tiendas y restaurantes cerrados a cal y canto -incluso ¡sacrilegio! los centros comerciales-, los nativos en sus madrigueras. El tiempo, además, no suele acompañar: frío y llovizna me ponen las cosas aún más fáciles.
Me levanto temprano, me echo al hombro, como quien se va al campo, un morral con un par de libros, el mp3, un bocata y un termo de café y me largo de paseo. Toda la ciudad es para mí. Las aceras, aunque estrechas y mugrientas, me parecen avenidas; los parques, de árboles raquíticos y mucho cemento, alamedas. Ni una moto, ni un altavoz berreando mercancías, ni un alma, ni un latido.
El año nuevo chino siempre llega, para mí, en soledad y en silencio, dos tesoros escasos por estos pagos. Larga vida al dragón, mientras no ruja.
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