Cuando el doctor Fariña vio los resultados de los análisis de Ramón supo enseguida cómo tocarle la moral: pasaba por ser el hombre más fiable de todo Ferrol y lo llevaba muy a gala. Así que le dio su diagnóstico y le explicó que tenía que adelgazar. «Júremelo», le pidió. Ramón acabó cediendo y salió de la consulta decidido a dar por buena su palabra.
Pero no pensaba adelgazar sufriendo -nada de correr o de dejar los chicharrones-. Se tenía por persona de voluntad, y al llegar a casa se sentó y se concentró. Se imaginó a sí mismo como un tubo de dentífrico bien prieto a punto de expulsar la pasta. Dos horas después una gota de sudor asomó por su nariz. Adelgazaba.
Al comprobar que iba por el buen camino, se le ocurrió que poner un vaso de agua frente a él y mirarlo con atención ayudaría a su sudor a emerger. Como funcionó de nuevo, bajó a la playa en coche, se sentó sobre la arena y contempló el océano. Aunque la noche era fresca, comenzó a sudar copiosamente.
El éxito espoleó su ambición: se desnudó y se metió en el mar. El contacto directo con el agua salada llamaría a gritos a su sudor. Mecido por las olas, se sentía más y más ligero. Quizá si pasaba toda la noche allí?
A la mañana siguiente el mar arrojó un pellejo humano en la playa de Ponzos. No había rastro de nada más: los huesos se habían hundido.
Tuvieron que ponerlo sobre un maniquí para reconocer a Ramón, hombre de siempre fiable pero testarudo en exceso.