El fallecido político gallego Pío Cabanillas ganó fama de hombre con agudeza e ironía para lidiar situaciones comprometidas o las trampas que periodistas o adversarios políticos le tendían con la legítima intención de buscar controversia. Recuerdo muchas de sus respuestas, porque conviví políticamente con él en años muy difíciles de aquella UCD siempre al borde del precipicio. Con ellas y su interpretación saldría un interesante libro que ayudaría a descifrar el comportamiento de la brigada mediático-política que tanto empeño puso en jubilar a Adolfo Suárez y descuartizar a la UCD. Pero mi recuerdo obedece a que una de sus reflexiones viene hoy como anillo al dedo: «Cuando viajas por Europa te das cuenta de que España es un país sin acabar».
Y este sigue siendo el grave problema de la España de hoy. Discutimos nuestras raíces y los principios comunes de nuestra identidad. Y aceptamos que se falsee la historia. Mientras, cuando en algún país democrático se produce: una desgracia; un desafío a la legalidad, a la seguridad o a la dignidad colectiva, la inmensa mayoría de los partidos políticos responden con un único mensaje: un pacto de lealtad institucional. Nosotros, al contrario. La perversa corrección política y el cobarde temor a perder votos acaba siempre igual: unidos (algunos) sí. Pero… Al contrario que en el caso de Pío Cabanillas, la posible antología de las opiniones -y silencios- de políticos y opinadores sería un relatorio vergonzoso de deslealtades y renuncias a liderar una conjunta y clara respuesta al secesionismo que pisotea hasta a su propio Parlamento.