Los túneles constituían una pequeña obsesión para una parte de los que formábamos la Sociedad Histórica, Artística y Arqueológica Dugium, fundada en 1970. Tenían algo de mágico, de sobrenatural, de inesperado. Quizás porque entonces estaban de moda los libros de Los Cinco (y Los Siete Secretos, y Torres de Mallory), de Enid Blyton, algo que todo el mundo con 60 cumplidos recuerda ahora mismo. También las aventuras de Guillermo Brown, de Richmal Crompton. Pura influencia anglosajona.
De ahí que miembros de Dugium fueran no una sino muchas veces al monasterio de San Martiño do Couto: autobús urbano primero y a caminar después, hasta llegar a aquella iglesia y aquellos restos del cenobio que entonces estaban aislados, con el bar en sus cercanías que continúa abriendo sus puertas con otro formato y aspecto.
La picota
La tradición oral decía que desde allí arrancaba un túnel hasta la cercana picota, y que por él conducían a los prisioneros a lo que sería su último acto en vida: ser ajusticiados. Se entiende que así evitaban las iras de las masas, que esperarían fuera tan ansiosas de sangre como ahora en algunos países musulmanes tipo Arabia Saudí.
No fue nada fácil dar con el túnel. Había y hay una oquedad en la costa, pero no coincidía ni con la tradición ni con el trazado. Hasta que alguien -el párroco por una parte, un hombre del lugar por otra- indicó el lugar donde se encontraba y se encuentra la entrada.
La siguiente fase fue coger piqueta y excavar. No hubo que cansarse mucho para encontrar las losas que tapaban la entrada en sí, que fueron apartadas sin mucho miramiento. Y en efecto, ahí estaban las escaleras que descendían… hasta una auténtica poza llena de agua.
Los bomberos fueron amables y mandaron allí a uno de los suyos con una motobomba. Después todo fue coser y cantar. La insensatez de tener pocos años, unido a la prisa, hizo que dos personas (una, quien firma estas líneas) entraran sin preocuparse no ya por la calidad del aire, sino por si simplemente se podía respirar o no allí dentro.
Quedaba, en efecto, mucha agua, y sin hacer caso de ello avanzaron dos o tres decenas de metros por un túnel perfectamente bien construido tanto en sus paredes como en su techo, y que remataba abruptamente en una pared igualmente levantada con cuidado. Sin duda, el túnel continúa más allá. Salimos sin grandes problemas, fuera de un cierto miedo.
Años después, para la serie de monasterios de Galicia para la TVG de la cual fui guionista, el túnel volvió a ser abierto, con los bomberos avisados para que una vez más achicaran el agua.
Desde entonces ahí sigue.
¿Y la picota? No está, por supuesto, y el lugar exacto que la acogía empieza a ser objeto de controversia: entre la urbanización escasamente ejemplar de la zona y la pérdida de la tradición oral, va evaporándose en la historia.
Pero conste: el túnel, en efecto, se dirige hacia ella.