Según la última encuesta de la Federación del Gremio de Editores, el 38 % de los españoles no leen nunca, o casi nunca, un libro. Un porcentaje espeluznante, que seguramente aumentaría hasta límites sonrojantes si preguntasen cuántos de los entrevistados han leído libros de literatura (novela, ensayo, teatro, poesía…). Es que, dedicando tantas horas a la culta programación de Tele 5, queda poco tiempo libre para la lectura. Aunque el mal viene de muy atrás en la historia. Ya en un entremés de Cervantes, un candidato a alcalde protesta airadamente cuando le preguntan si sabe leer. Él está orgulloso de su analfabetismo como buen cristiano viejo que es. Y nos deja una sentencia histórica: los libros «llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana». Pero el porcentaje actual es realmente preocupante, pues estamos hablando de un país con una gran industria editorial y un peso enorme en ese mercado. Igual empieza ahora a hacerse notar aquí lo que ya se adelantaba en un libro de mediados de los años 60, La galaxia Gutemberg, de McLuhan. En él este profesor canadiense vaticinaba que, después de cinco siglos de apogeo de la imprenta, hemos llegado al final de la cultura impresa. Parece que esta teoría se confirma sin remedio en nuestro país…
Tradicionalmente, en España la culpa de que no se lea se le echa siempre a la escuela. Pues no sólo no es cierto, sino que es en la escuela donde el españolito medio leerá más que en ningún otro momento de su vida. En la enseñanza primaria y en la secundaria la lectura forma parte de la programación didáctica de la lengua castellana (y de la gallega, vasca y catalana en sus respectivas autonomías). En el bachillerato los profesores hacen lo que pueden aún a riesgo de dejar un poco de lado los ¡importantísimos análisis morfo-sintácticos…! Pero, ¿qué pasa después con el adolescente que no volverá a leer un libro literario? Pues que, o el sistema académico no ha logrado inculcarle la afición a la lectura tal como se pretendía, o bien que se ha extraviado entre la confusión que existe en el mundo de la literatura y a la que todos -unos más que otros, es cierto- estamos contribuyendo. La presión del mercado y de la publicidad, el interés espúreo de muchas editoriales que buscan y «encargan» a agencias literarias un tipo de novela determinada: una historia concreta, una intriga que ayude a mantener el interés, unas dosis adecuadas de violencia y erotismo, un número de páginas no inferior a quinientas… Sin olvidarnos de la propaganda con que se ofertan los grandes premios literarios españoles, que lo que pretenden, realmente, es vender muchos ejemplares de unas obras premiadas, sí, pero casi siempre al margen de la calidad literaria esperada. Los medios de comunicación, empezando por los periódicos, deberían guiar con honestidad al lector hacia lo bueno, hacia lo valioso literariamente hablando, que, por otra parte, no resulta tan difícil de reconocer.
Y hay que exigir a nuestros políticos que den ejemplo. Que «ministras y ministros», unos y otras, lean literatura, que se les vea alguna vez con un libro en la mano, que estén al día de lo bueno que se escribe porque eso, además, se les acabará notando. La buena literatura acabaría haciéndolos más cultos, más humanos, menos dogmáticos, más próximos. Pero me temo que hasta que un poeta lírico se alce con la presidencia de algún país importante, el ejemplo de leer no va a cundir entre nuestros políticos. Y así les luce el pelo.