En un suplemento semanal leí un estupendo reportaje, propio del buen periodismo de siempre, sobre cómo un joven ganadero protege a sus cien vacas y a sus otros animales domésticos de los ataques de los lobos. A un lector como yo, criado en la Galicia interior, lo primero que le llama la atención es la naturalidad con que el chico convive con estos depredadores. Tiene 21 años, vive en una zona montañosa de la provincia de Zamora (una de las provincias con más densidad de lobos de toda Europa) y está al frente de la ganadería familiar.
Para proteger a las vacas se ha rodeado de una docena de mastines, que él mismo ha ido criando y adiestrando con tanto mimo como exigencia. Estos perros grandullones, de carácter bondadoso, pero con unos dientes poderosos, son la guardia pretoriana de toda su cabaña de animales. Además, les ha blindado el cuello con collares de pinchos que les protegerán la garganta de cualquier ataque del lobo. Este chico está logrando con la ayuda de sus perros que los lobos no causen estragos en su hacienda y que, al mismo tiempo, no haya que diezmar y perseguir a tiros a una especie protegida. Los de mi generación, por lo que oímos a nuestros padres y abuelos, odiábamos al lobo porque lo temíamos. En la Galicia del interior, el lobo era un animal mítico, cuya sola presencia generaba un miedo paralizante en el paisano gallego, que llegaba a temer muy seriamente por su propia vida. Los cuentos de Ánxel Fole transmiten fielmente ese miedo reverencial que el lobo provocaba en la gente de las aldeas perdidas en la montaña. En las noches oscuras de invierno, se contaban historias legendarias sobre este totémico animal.
Pero fue la imagen de los collares con pinchos de los mastines del reportaje la que me trajo a la memoria un episodio de mi adolescencia, protagonizado por mi amigo Chicho y su perro Prim, grande y fuerte, una mezcla de mastín y pastor alemán. Si hasta ese momento Chicho era el más osado y decidido del grupo de chavales del pueblo, después de este episodio ascendió a la categoría de héroe. Estatus que él compartió generosamente con el perro, sin que ninguno de los dos se diese mayor importancia. En casa de mi amigo, huérfano de padre y el mayor de tres hermanos, tenían una pequeña hacienda con dos vacas y varias ovejas. Él era el encargado de cuidar a los animales, razón por la que tuvo que dejar la escuela a los 13 años. Estando una tarde de invierno con las ovejas en una finca del monte cercano, nota que el perro empieza a ponerse nervioso y a ladrar con gran inquietud. Chicho lo sospecha desde el primer ladrido: el lobo, que unos días antes había matado tres ovejas de un vecino. En efecto, el animal se va acercando al grupo atemorizado de las ovejas. Él coge la machada que siempre llevaba al monte para cortar leña, y azuza al perro, que también llevaba al cuello un collar de pinchos en prevención de situaciones semejantes. Es el lobo el que se abalanza sobre Prim, y mientras los dos animales se enzarzan en una pelea a muerte, Chicho, por detrás y con el dorso de la herramienta, le asestó un golpe en la cabeza a la fiera, que murió en el acto. Al día siguiente, Chicho y otros chavales colaboradores pasearon por el pueblo el cuerpo sin vida del lobo, recabando una ayuda de los vecinos por haberlos librado de semejante alimaña.
Al lado del cortejo, todo ufano, iba Prim con su collar de pinchos. Pensar que hoy podrían ir todos a la cárcel, perro incluido…