De todo el estropicio sanitario y económico que está provocando el coronavirus, lo que más lamento es el pánico que ha cundido entre las personas mayores, sus víctimas preferidas. Las bajas defensas o cualquier otra patología que padezcan propician que el virus se muestre más peligroso con ellos. Y dentro de este grupo de riesgo, los que viven en Residencias son los que se encuentran más desvalidos, porque el temor al contagio les ha cortado la relación con sus familiares. El desamparo añadido a todo lo que ya genera por sí sola su elevada edad. Porque la vejez llega siempre acompañada de inconvenientes, unas veces físicos y, otras, psicológicos, al ir quedando apartados de la vida laboral y social. Y esto no es nuevo, pues ya Cicerón, en su obra De senectute, citaba cuatro circunstancias por las que la vejez parecía ser la etapa más desgraciada de la vida: a) nos aparta de la actividad laboral; b) el cuerpo se vuelve más débil; c) nos priva de casi todos los placeres; d) no está muy lejos de la muerte. En los tiempos actuales, a estos factores negativos habría que añadir alguno más, y con efectos psicológicos también muy deprimentes, como la falta de aprecio con que los trata una sociedad que no los necesita y el aislamiento consiguiente en que se ven sumidos. Antes, una persona mayor controlaba, por experiencia y conocimiento, la realidad y su entorno, que apenas diferían nada desde que ellos mismos eran niños. Hoy se ven superados por todo lo que los rodea: la tecnología los ha desbordado, ya ni pueden entender mecanismos electrónicos que su nieto de siete años domina perfectamente. Pero también la forma de vivir actual, la forma de información y comunicación, el tipo de vida que se ha impuesto en esta sociedad los ha dejado fuera de juego. En el mundo rural las personas mayores aún se encuentran ubicadas en un terreno que reconocen como suyo porque el nuevo estilo de vida llega a un ritmo mucho más lento. Mis abuelos, en sus últimos años, se pasaban el día sentados o paseando por la huerta de la casa. Si llovía, se entretenían en la sala echando leña a la chimenea y conversando con quien los acompañase. La vida en la ciudad transcurre a otro ritmo y tiene otras exigencias. La familia se organiza de forma distinta, con horarios de trabajo de los dos cónyuges fuera de casa, domicilios más reducidos, niños que exigen su territorio… La sociedad es muy consciente del problema que esto genera para los mayores y los Gobiernos empiezan a tenerlo en cuenta, pero sin acabar de asumir la gravedad de la situación. Se están abriendo Residencias, pero no en el número que se requiere. Somos el segundo país más envejecido del mundo, después de Japón, y por lo tanto este asunto es muy serio. Hacen falta más Residencias, porque es el futuro que aguarda a quienes no se queden en el camino. Pero, con otros planteamientos distintos a los actuales, que están enfocados, fundamentalmente, a atender las necesidades básicas de los residentes (comer, dormir y aseo). Se necesita mucho más personal especializado que llene sus horas con actividades culturales y lúdicas; que disponga de tiempo para dedicarles y les libere de pasarse el día sentados en una sala mano sobre mano, empantanados ante la pantalla de televisión viendo programas infumables. Un anciano tiene todo el derecho a ser tratado con consideración, a ser tenido en cuenta, a sentirse vivo y atendido. Y que este maldito coronavirus se lo permita.