He leído con mucha atención el editorial que este periódico publicó un día de la actual semana sobre los okupas, haciendo hincapié en la desprotección de los propietarios de inmuebles y en la necesidad de aprobar una nueva legislación que deje las cosas claras y que los caraduras tengan las penas que les correspondan. A ver si los parlamentarios, nuestro Poder Legislativo, son capaces de aprobar una Ley seria y justa, que ponga orden en este caos propio de un país bananero. Pero me temo que están a otras cosas de más envergadura para ocuparse de estas minucias…
En todo caso, el tema de los okupas me interesó porque mi familia y yo también estamos de alguna manera afectados por este fenómeno. Es en otro grado menor y de naturaleza distinta, pero al fin y al cabo se trata de la ocupación de un territorio ajeno con serio perjuicio para quien lo habita legítimamente. Resulta que en la huerta de mi casa natal campaba hasta ahora a sus anchas, como dueña y señora, nuestra gata Uva que, a pesar de sus diez años, sigue siendo menuda y ágil como lo fue siempre. Y mucho más cariñosa y cercana, pues fue perfeccionando su empatía con nosotros con el paso del tiempo. La finca -once ferrados de tierra, cercada, árboles frutales, parras, castaños y nogales- es el hábitat natural de esta gatita en el que vive todo el año y que controla a la perfección. No hay pájaro que la sobrevuele ni animal que la pise que no entre en el radar de su atención. Se crio con dos perras y un perro, de los que aprendió trucos y formas de vigilancia. Protegida como estaba por ellos, con los que convivió siempre pacíficamente, nunca se vio en la necesidad de enfrentarse a otros gatos que se colaban en la finca porque, para espantarlos, estaban sus amigos. Pero los perros se fueron con la edad y la gata se quedó sola, con la escueta compañía de mi hijo que, trabajando fuera, solo viene a casa a dormir.
Ella lo espera pacientemente, entretenida en mil tareas propias de los gatos, y las noches de invierno las pasa con él al calor de la chimenea. En verano duerme en el alpendre anexo a la casa, en su cesta de toda la vida, y es la primera que nos saluda cada día al levantarnos. Todo fue bien siempre en su vida libre y familiar.
Pero este año hay un gato negro que salta la tapia y le come su comida. El gato es grande, con cara de mala gente, y ella, pequeña, pero fue valiente, se encuentra que después de enfrentársele para defender lo suyo, tiene que escapar corriendo ante la mayor envergadura de ese okupa abusón. Esto ocurre por el día. Yo también estoy pendiente del gato negro y con un zapato viejo preparado para tirárselo tan pronto aparece. Hasta ahora no le di nunca, pero no pierdo la esperanza. La gatita, al menos, sabe de mi solidaridad con ella.
Malo también es lo que ocurre de noche: una familia de erizos, (madre y cinco crías) se aposentaron en la huerta, cobijados en una esquina de la misma. No pasaría nada si no fuera que, por las noches, que es cuando salen de su guarida, van al alpendre a comer el pienso que tiene la gata en su recipiente. Yo mismo los he visto en fila, detrás del erizo adulto, sin poder desviar su trayectoria; todo lo más se quedan quietos y encerrados en su armadura de espinas. Y lo que es peor: no solo comen, sino que ensucian el suelo embaldosado con deposiciones tan extrañas como ellos mismos. Y así, la gata ni come tranquila ni duerme relajada con unos okupas abusones y desconsiderados. Algo habrá que hacer.