El correo electrónico ha sustituido definitivamente a las cartas clásicas de toda la vida. Por curiosidad, estuve revisando en el ordenador los emails que he escrito y recibido en lo que va de año, y ninguno de ellos pasa de 25 líneas. Todos muy precisos, pero cortos. Formales, objetivos, pero sin implicación emotiva de ningún tipo. Escritos, casi siempre, para comunicar algo, interesarse por la salud del destinatario, felicitarlo por algún motivo, asuntos de este tipo… Cuando encuentro algunos que tienen intención de emular una carta como las de antes, parece que les falta alma y fuerza, quizá porque carecen de la consistencia material que tenían las cartas de papel; ahora no podemos tocarlas, doblarlas y guardarlas en un cajón o meterlas en un libro. Estamos en el reino de lo virtual.
Mientras voy revisando en la pantalla los correos, me reafirmo en la idea de que, por desgracia, se acabaron seguramente para siempre los admirables epistolarios que nos han legado muchos de los grandes escritores de la literatura universal. Especialmente prolíficos en este género epistolar fueron los novelistas del siglo XIX. Las cartas que escribió Flaubert, por ejemplo, están recogidas en varios libros que suman más de 3.000 páginas. Y de su compatriota Stendhal se han editado seis tomos que alcanzan las 6.000 y parece que aún el epistolario no está completo. Y aún está Proust, que fue el corresponsal más infatigable de todos. Son cartas escritas desde su juventud hasta ya entrados en la vejez. A través de ellas se pueden rastrear perfectamente sus estados de ánimo del momento en que redactaban las cartas. Cada una de ellas es el reflejo de un instante de su vida privada y de lo que estaba aconteciendo en su entorno. Ningún historiador ha reflejado mejor el dolor y la destrucción de la batalla de Stalingrado que un estudio publicado hace unos años por la editorial Crítica, en el que su autor recoge los diarios, las cartas y los pequeños cuadernos que escribían los soldados, encontrados en los bolsillos al registrar sus cadáveres helados. En estos papeles, escritos en las trincheras, se puede calibrar, mejor que en ningún tratado de historia, todo el horror de aquella bestial masacre.
Y es que las cartas existen en el tiempo real, en cada una de ellas hay una dosis, mayor o menor, del presente que nunca se convertirá en pasado. Pasa el tiempo, cambian las cosas, la vida va cumpliendo su tarea, pero lo que se escribe en las cartas sigue estando siempre en presente. Yo no sé lo que fue de mi compañero de la litera de abajo en la mili, no sé si siguió o no con la novia que tenía en su pueblo marinero. Pero sé que las cartas que le escribía cada semana y que me daba a mí para que pusiera las haches, bes y uves donde correspondía, reflejaban perfectamente el estado de entusiasmo o desánimo que mi compañero vivía en esos momentos. Y que las ganas de verla en la fiesta del Carmen (si le daban permiso) o en la de la Virxe da Barca eran verdaderas y auténticas en los momentos en que lo estaba escribiendo. En las cartas, el tiempo queda congelado en un presente intacto. Por eso es una pena que la costumbre de escribir cartas, en papel, sobre y sello, vaya desapareciendo. De hecho, el género epistolar en España es mucho menos abundante que en la literatura de otros países (Francia, Alemania, Italia, Reino Unido…). Y por el camino que llevamos, acabará desapareciendo de la literatura y de la vida de la gente.