Esta semana tuve ocasión de ver en la tele la película Capote, que se centra en el proceso de redacción de la novela A sangre fría del escritor americano Truman Capote (1924-1984). Es el ejemplo perfecto de cómo un hecho real, en este caso la tragedia de una familia asesinada por dos jóvenes en Kansas, se convierte en una compleja novela gracias al talento narrativo y a los pocos escrúpulos del escritor. La va escribiendo a medida que les va sacando información de los hechos a los asesinos, y no puede terminarla hasta saber cómo acaba el proceso judicial al que están sometidos. Necesitaba que fueran llevados al patíbulo para poder finalizar la novela con todos los ingredientes que gustan al gran público.
Cuando fueron ahorcados, Capote estaba allí.
El éxito de la obra fue enorme -quizá porque logró convertir la realidad en novela-, pero el escritor nunca logró sobreponerse a la deslealtad con la que se comportó con aquellos malhechores, que le habían contado todos los detalles del cuádruple asesinato por la confianza que habían alcanzado con él en sus entrevistas, sin saber que los utilizaría para nutrir informativamente la novela. Acabó culpando al libro de su ruina, de sus adicciones, de sus miserias y de haber secado su imaginación e indudable talento.
Acabada la película, seguí sentado en el sofá un buen rato pensando más en cuestiones sociológicas que cinematográficas. Por ejemplo, en el trauma insuperable que una mala infancia ha dejado en grandes escritores y que ha trascendido a su obra. Es el caso del propio Truman Capote, al que, siendo un niño, su madre deja solo en casa, encerrado en una habitación, mientras ella, de conducta poco edificante, colecciona juergas y amantes. Su niñez fue un infierno de miedos y desesperanzas. Aprendió a leer solo y empezó a escribir para poder llenar aquellas horas de soledad. Así, hasta que la madre muere y, ya un adolescente, sale al mundo al que saluda de forma desafiante desde el periódico que descubrió su talento: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio».
Otro escritor que tuvo una infancia traumática fue el inglés Charles Dickens (1812-1870), y la trasladará a muchas de sus obras, en especial a su David Copperfield. De origen muy humilde, a los once años su padre es encarcelado y la familia se fue a vivir con él a la cárcel, algo contemplado por la ley cuando esta quedaba sin el sustento paterno. Allí pasó un tiempo el futuro escritor hasta que su madre decidió que se pusiese a trabajar en una fábrica de betún con una jornada laboral maratoniana y por un mísero salario. Siempre consideró que esta decisión materna fue un atentado a su niñez. Pero su voluntad de aprender y su afición por la lectura, acabará haciendo de él uno de los grandes escritores universales.
El americano Edgar Allan Poe (1809-1849) quedó huérfano de padres a los cuatro años y en su niñez no hubo más que penalidades. Su literatura, a la que se agarró como tabla de salvación, quedó marcada para siempre por tales vivencias. Murió joven, sin haber alcanzado nunca una vida personal estable y satisfactoria, pero su tenacidad y su talento lo convirtieron en un referente de la gran literatura. Soy de los que pienso que las circunstancias favorables siempre ayudan para triunfar en una profesión, pero la adversidad y las dificultades que se puedan encontrar en la vida, se superan con trabajo, esfuerzo y voluntad.
No está de más recordarlo en estos tiempos.