Alos de mi generación nos preocupan mucho las situaciones de violencia que están protagonizando los jóvenes en España, a cada paso y por cualquier motivo. La última, en Barcelona durante diez noches consecutivas, con una furia destructiva impensable hasta hace poco tiempo en una juventud que tiene algún tipo de estudios, que maneja móviles de última generación y muchas comodidades. Es cierto que esto no es de ahora, ni que se dé solamente en Barcelona, pero últimamente está encontrando allí su mejor caldo de cultivo. El caos político catalán y un Gobierno central blandengue que aguarda siempre a que las cosas se arreglen solas -le llama eufemísticamente «desórdenes públicos» a lo que es destrucción y pillaje- han permitido que las calles se conviertan en un terreno propicio para la guerra de guerrillas. Por muy noble que sea la causa (que en el reciente caso barcelonés no lo es) se pierde la razón si la protesta deriva en incendios, agresiones y asaltos a comercios.
Los que hemos dedicado la vida a la enseñanza hemos compartido años con jóvenes en ese momento crucial que es el paso de la adolescencia a la primera juventud. Y podemos afirmar que no eran así, ni rastro de esa furia y violencia que nos encontramos ahora en los telediarios. Es cierto que la imagen que de los jóvenes tuvieron siempre los mayores cambió muy poco a lo largo de la historia. Se podría concretar en esta frase: «La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad y tiranizan a sus maestros».
A nadie le sorprendería escuchar hoy estas palabras en cualquier conversación de personas mayores. Lo curioso es que esta frase la pronunció Sócrates, padre del pensamiento occidental, hace ¡25 siglos! Pero ni en esa época, ni en toda la historia posterior, los jóvenes fueron acusados de violentos, y nunca como ahora, en tiempos de paz, mostraron con tanto descaro una furia destructiva contra la sociedad que los ampara y protege.
Es cierto que, echando la vista atrás, sabemos que se necesita una juventud que proteste, que incordie, que se rebele contra normas caducas y que van siendo superadas por las nuevas formas de vida que cada época va imponiendo. Convenciones sociales, políticas, morales y religiosas se oxidan y pueden llegar a crear más problemas que soluciones. Normalmente, es ahí donde la juventud muchas veces pone el dedo en la llaga y logra que la sociedad se plantee cambios que acaban siendo beneficiosos. Pero una cosa es esa capacidad crítica que los jóvenes de hoy, como los de siempre, pueden y deben aportar, y otra cosa es el vandalismo de un grupo cada vez más numeroso y de menos edad, empeñado en derribar un Sistema democrático, que, con todos los defectos que pueda tener, nos permite vivir en paz y en libertad.
Parece que se trata solo de destruir (ya el escritor catalán Josep Pla hablaba de la enorme capacidad destructiva del ser humano) porque la alternativa que ellos proponen no pasa de incendiar las calles y asaltar comercios. La tribu de los Massai sometía a sus jóvenes a una prueba que debían superar para ser considerados hombres útiles para la colectividad: cada uno debería internarse en la selva, con su arco y sus flechas, y cazar un león. Nuestros actuales guerrilleros urbanos parecen tener esa prueba en el mayor número de contenedores que incendien y de escaparates que destrocen.