Doña Emilia Pardo Bazán y el derecho a seguir soñando

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

16 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los que somos tan aficionados a la literatura, ese arte de soñar que como ya tantas veces se ha dicho es una de las mejores maneras que existen de vivir varias vidas, y no una sola, sentimos a menudo la necesidad de buscar en nuestros propios paisajes algún rastro de los escritores que veneramos. A mí me pasa mucho, ya ven ustedes, con el Obispo Guevara, con Fray Antonio, ese maravilloso escritor citado por Cervantes -que lo menciona en el prólogo del Quijote- y también por Montaigne, que primero dice que no le gusta demasiado, aunque sí le gustaba a su padre, pero que al final acaba confesando -ahora no recuerdo dónde, aunque tal vez fuese en alguna de las correcciones al texto de sus Ensayos hechas a mano sobre el llamado Ejemplar de Burdeos- que disfrutó mucho con la lectura de las Epístolas familiares. El caso es que sabiendo, como se sabe, que el autor de Menosprecio de corte y alabanza de aldea (que murió en Mondoñedo, siendo allí el prelado, y que de hecho estuvo enterrado en la catedral, aunque un par de años más tarde sus restos fueron trasladados a Valladolid) cumplió fielmente con su obligación pastoral de visitar la diócesis entera, a mí, cuando paso, por ejemplo, por Cedeira, y veo los restos de las antiguas murallas que todavía se conservan, me da por pensar cuál sería la puerta por la que nuestro Fray Antonio, el viejo obispo, entraría en la villa. Y entonces me pregunto si lo haría, quizás, por la que solían utilizar los monteros que con sus ballestas le salían al encuentro al lobo en la sierra de A Capelada. Es más: hasta del mismísimo Cervantes me acuerdo -tienen razón ustedes, siempre anda buscando uno la excusa que sea para volver a citarlo- cuando estoy ante la iglesia de Sillobre, en la que me bautizaron. Porque ese templo estuvo estrechamente unido a la casa del llamado Gran Conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, que lo era también (conde, quiero decir) de Andrade, y que fue el más fiel amigo y generoso valedor que Cervantes tuvo mientras soñaba a aquel Ingenioso Hidalgo manchego que quiso ser Don Quijote y lo fue de vez en cuando. ¿Y qué decir de Torrente y Serantes? Pero a lo que iba: que a ver si un día de estos me acerco a Moeche para admirar por fin esa piedra armera de la Casa de Rañal que habla de los antepasados de doña Emilia Pardo Bazán, de cuya muerte se acaban de cumplir los cien años.

A esta hora, mientras les escribo a ustedes, llueve con tanta fuerza que hasta los ánades reales, que suelen nadar en el cubo del molino que veo a través de la ventana, se han ido todos, se conoce que a ponerse a salvo de la tormenta en otra parte. Hace varias semanas que, por las noches, ya no se escucha el canto del autillo, del mouchiño de orellas, que se hacía oír muy bien pero al que jamás conseguí ver, porque es un verdadero maestro del camuflaje. Con la excusa de que se acerca el día en el que ya tendré, si Dios quiere, un año más -o un año menos, como suele decir el gran Basilio Losada-, me he comprado un cuaderno nuevo, cuyo papel recuerda, por su color y por su aroma, a la piel del melocotón. Es uno de esos cuadernos de los que a veces nacen los libros mientras la vida pasa.