Por supuesto que sí. Y no me cuesta admitirlo. También yo estoy convencido de que a esta hora, y en un mes de agosto que no se parece a ningún otro, se tiene que estar muy bien en la plaza de San Marcos de Venecia, frente a la basílica, donde tal vez aún pueda hacer acto de presencia el espíritu de Marco Polo. Y ya no digamos ante las grandes pirámides del valle de Guiza, en Egipto, que, aunque ya no haya en ellas ni rastro de los cuerpos de los faraones que las mandaron construir, todavía custodian, frente a las desmemorias del paso del tiempo, y bajo la atenta mirada de la Esfinge, los nombres de Keops, Kefrén y Mikerinos. Tampoco se debe de estar mal en esas islas griegas sobre las que el sol resplandece como si en el momento menos pensado aún fuesen a arribar a sus playas, a bordo de un barco de larguísimos remos y de formidable timón y de afilada proa -un navío con una vela de mil colores-, los héroes que regresan de Troya. Ni en la ciudad de París, cuyo pasado medieval va a poner muy de moda -ya lo verán-, en un par de meses, la nueva película de Ridley Scott, que recreará el duelo que enfrentó a finales del siglo XIV a Jacques le Gris y a Jean de Carrouges. Un París en el que además, y todo sea dicho de paso, debe resultar muy entretenido tratar de seguir los pasos del comisario Maigret, el extraordinario policía que, para mi gusto particular, es el mejor fruto de la alta literatura del gran Georges Simenon. Pero siendo todo eso cierto, no me negarán que también aquí, donde Europa comienza, es muy hermoso ver comenzar el día tomando un café y leyendo el periódico mientras cantan, desde los árboles, los pájaros de la mañana. Siempre estamos deseando alejarnos -y disculpen que generalice tanto, es una manera de hablar, ya me entienden-, pero cuando andamos lejos no dejamos de pensar en regresar -por más que rara vez lo confesemos-. Y nada de extraño hay, por supuesto, en ello. Porque bastante más importante que tener a donde ir, es tener a donde volver. O, al menos, a mí me lo parece. Hay muchas maneras de viajar, no una sola. Los libros, por ejemplo, nos permiten, sin necesidad de movernos de casa, ir a cualquier parte. De la misma manera, y sin necesidad de grandes desplazamientos, también es posible, al contemplar los paisajes más queridos caminando a través de nuestra particular geografía -¿no es cierto, acaso, que todos somos también un paisaje...?-, adentrarnos más en nuestro propio corazón. Y, de paso, conocernos mejor. «Cousas que dan razón de ti: / a furna descuberta no cerdeiral / murmurios de dicir paxaros...», escribió, en su poemario Rigorosamente humano, Manuel Álvarez Torneiro, amigo que ahora también vive al otro lado del río y del que me acuerdo tantas veces. Tal vez el de hoy sea un buen día para dar un paseo por Caaveiro, donde no sé si mi admirado San Rosendo, gran pacificador del reino, estuvo o no, aunque quiero pensar que sí, y que lanzó su anillo al Eume, y que un milagro en forma de pez se lo devolvió, desde el fondo de las aguas, por orden de Dios. Otra posibilidad es acercarse hasta el castillo de Nogueirosa, o al de Naraío, o al de Moeche, junto a cuyos muros sin duda cabalgarán al atardecer las sombras de los señores de Andrade, que quizás estén pensando a su vez en subir a su fortaleza de Vilalba, donde muy bien podrían encontrarse con Merlín, que vendrá de Mondoñedo, de Caldaloba y de San Xoán de Esmelle. Qué grande y hermoso es el mundo, como decía Cunqueiro. Habrá que comer un helado para celebrarlo. De naranja, probablemente.