Cervantes, el río Cádavo y la llegada del nuevo obispo a Ferrol

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

05 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Toda gran literatura es, en esencia, un misterio. Y créanme si les digo que, cuando afirmo algo así, no tengo ni la más mínima intención de hacer un juego de palabras. Hablo de la vida secreta que habita en el envés de libros. De esa vida que, desde las sombras, hace que lo que se cuenta acabe formando parte de esa infinita verdad que es la poesía. Permítanme que, para explicarme, ponga un ejemplo por el que siento un especial afecto: no cabe duda alguna de que hubo un Miguel de Cervantes que huyó a Italia tras haberse batido en duelo y ser condenado por ello, que combatió en Lepanto, que estuvo cautivo en Argel durante años pasando mil y una desventuras, que volvió a España tras haberse pagado por fin su rescate, que requisó grano por los pueblos, que estuvo en prisión porque no siempre le cuadraban las cuentas, que tuvo pocos amigos verdaderos, que murió en la pobreza y que escribió el Quijote, ese maravilloso libro que para tantos de nosotros es una casa y un viaje al mismo tiempo. Pero, por más que lo intentemos, no podemos ver el rostro de Cervantes, ni oír su voz. En cambio, el rostro de Don Quijote camina dentro de nuestros ojos desde que éramos niños, y su voz la oímos con mayor claridad conforme va pasando el tiempo. Llevan razón, por tanto, quienes sostienen que el Ingenioso Hidalgo es infinitamente más real que su creador. Somos lo que hemos leído. Incluso lo que no hemos sabido leer cuando creíamos estar leyéndolo. Hoy, mientras escucho, a través de la ventana, cómo canta el agua del río Cádavo -que viene de Sillobre, donde se llama río de Sáa, y va hacia Perlío buscando el mar y haciendo molinos-, vuelvo con más entusiasmo que nunca a las Epístolas familiares de Fray Antonio de Guevara, el gran escritor renacentista español (el autor, también, de Menosprecio de corte y alabanza de aldea) que acabó sus días como obispo de Mondoñedo. A Guevara -no me resisto a recordarlo de nuevo- lo cita Cervantes en el prólogo del Quijote, subrayando su condición de prelado mindoniense. Y a mí me reconforta el corazón saber -o imaginar, o soñar: lo que ustedes prefieran...- que las campanas que le dieron la bienvenida a Galicia a Guevara en el siglo XVI debían de cantar exactamente igual que las que ayer saludaron la ordenación episcopal del nuevo prelado de Mondoñedo-Ferrol, Fernando García Cadiñanos, que esta tarde, ya como obispo, hará su entrada en la concatedral de San Julián. Lo que hoy es la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, cuyo territorio coincide esencialmente con el de la Galicia do Norte, es el fruto de un largo viaje a través de la historia, de la fe y de la cultura occidental. Y también -permítanme incidir en ello- de la literatura. Pero el pasado, bueno o malo, no va a volver. Lo que habitamos es el presente, y lo que ansiamos es el futuro. A mí me consta que, desde que tuvo noticia de su designación como nuevo obispo de Mondoñedo-Ferrol, García Cadiñanos ha buscado, sin descanso, información sobre su diócesis y sus gentes. Sabe de los problemas del sector naval, de las dificultades que atraviesan todo tipo de industrias, del despoblamiento de las grandes áreas rurales, de la crisis de la agricultura, la ganadería y la pesca, de la carencia de infraestructuras, del mal momento que vive el comercio, de la falta de expectativas para los jóvenes y de la soledad en la que viven tantas y tantas personas, sobre todo mayores. No me cabe duda de que sabrá estar -como estuvo en Burgos, donde fue el vicario general- con quienes más lo precisan. Y del lado, siempre, de los que nada tienen.