Homero en Escandoi y un atleta irlandés

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

30 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Es verdad: el pasado no puede cambiarse. Pero las cosas no son solo como sucedieron, sino también como las recordamos. Cuando éramos niños estaban muy de moda los libros ilustrados en los que se adaptaba para el público infantil el texto de grandes clásicos de la literatura universal: desde los cantos homéricos de la Odisea hasta las historias de Las mil y una noches, pasando por Los cosacos del conde Tolstói y, como es natural, por el Quijote de Cervantes. No se parecían demasiado aquellos textos —y eso también es verdad— a los originales. Pero gracias a ellos, y a los dibujos que los acompañaban, soñamos por vez primera a aquel rey de Ítaca llamado Ulises al que ni los dioses pudieron impedir que regresase a casa. Igual que soñamos el maravilloso Oriente de Sherezade, los trineos tirados por hermosos caballos que casi volaban a través de las nieves de Rusia y las andanzas del Ingenioso Hidalgo que, cuando el mundo aún era joven, tanta risa nos daban. El caso es que cuando uno se reencuentra con alguno de esos libros —bueno: al menos eso es lo que a mí me pasa—, y por más que se emocione al recuperarlo, ya no es capaz de hallar entre sus páginas las magias que encontraba en ellas en aquel tiempo que se ha ido para siempre. Me refiero, obviamente, al tiempo en el que el paraíso estaba en casa de nuestras abuelas, cosa que hacía de casi todos los días, y en especial de los sábados y los domingos (que duraban muchísimo más que ahora), el mayor de los milagros. No hay magia tan grande como la que habita los ojos de los niños. Una magia que nos permitió, en los lejanos días de la infancia, contemplar el verdadero aspecto de tantos y tantos personajes literarios que ahora, por más que leamos y releamos los textos originales, y no aquellos libritos para escolares, se han convertido para nosotros en una esquiva bruma, en espectros que raramente nos franquean las puertas de su mundo, en seres inalcanzables. ¿Y qué decir del cine...? Cuánto echo de menos el Franlaza de Fene y el Perla de Perlío, que estaban a pocos kilómetros de mi casa. Hasta la televisión, por supuesto en blanco y negro y tan distinta de la de ahora, era una ventana abierta a lo extraordinario. Y allí estaban, en la pantalla, desde Ivanhoe hasta Mariano Haro, Brabender, Carmen Valero y Javier Álvarez Salgado, además de algún vikingo que se parecía a Kirk Douglas como si de su hermano gemelo se tratase. Gracias a una de aquellas teles, que de noche en Escandoi se tapaban, no sé por qué, con una funda (seguro que también Isidoro Hornillos y Ramón Irazu lo recuerdan), vi al irlandés John Treacy ganar el mundial de campo a través en Glasgow. Cuando subió al podio para recoger la medalla tenía mucho frío, y le dieron, para que se abrigase, una manta de cuadros.