Veinticinco años del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. No hay palabras que puedan resumir cómo se vivió aquella tragedia. Ni cómo se metió en el alma de España su imagen como guía de cuantos se unieron, no para vengarlo sino para componer aquel ¡Basta ya! como epitafio de quien, con su vida, consiguió abrir el camino hacia el final de ETA y rescatar del silencio millones de voces apagadas por el miedo y el chantaje de los terroristas. Ningún acto será suficiente desagravio mientras los herederos políticos de sus asesinos sigan homenajeando a los terroristas que vuelven de la cárcel o el presidente del Gobierno pacte con Bildu leyes y gobiernos y considere un estorbo a los que lo denuncian. Pero aún queda coraje y lealtad en la ciudadanía. Sirva de ejemplo el grupo de diputados constituyentes y personalidades que se unieron para denunciar el intento de destruir el legado de la Transición como proceso de reconciliación nacional y democratización de España. Y, al tiempo, rechazar el ignominioso disparate del presidente Sánchez de aceptar las exigencias de Bildu y pactar la Ley de la Memoria Democrática, que ayudará a adulterar el relato de la Transición a conveniencia de ETA y proetarras. El coste: otra vez las dos Españas. A esas voces quiero unir la mía. Porque estaba allí en los años de plomo, cerca del dolor y el horror. Y en los minutos de silencio, tiempo, casi cotidiano, de triste homenaje. Y porque la reconciliación nacional y la Constitución de la concordia son patrimonio irrenunciable de los españoles, quiero reconocer en Ermua entre las voces una: la de la conciencia de alguno, que la ambición apagó, porque… estorbaba.