Los momentos previos a salir a la mar el Pedregal era un hervidero de gente. Había en Redes, aseguran las crónicas, unas 38 embarcaciones del xeito y en cada una embarcaban entre 4 y 6 marineros. Llegaban cada día al puerto, el Pedregal, con sus carabeles, unos cestos de mimbre redondos con asa en los que llevaban comida y bebida para la noche. A la vuelta de la marea traían en ellos parte de las sardinas que les correspondían de la pesca del día.
Es la una de la tarde. En la calle del Medio, en el bajo de una casa cualquiera, se preparan dos hileras de cativos vestidos con pantalón azul, camisa blanca, pañuelo azul atado al cuello en el que se lee Festa da Cabria y, algunos, sombrero de paja. Los mayores, guardianes de la tradición, visten igual aunque alguno lleva puesta una boina marinera como solo el oficio, el sol, el viento y la lluvia, enseña a hacerlo. Saldrán llevando las redes al hombro, acompañados por unos gaiteros. A los pocos pasos, en la misma calle, los jóvenes marineros cruzan una exposición de fotografías colocadas, claro, sobre redes. Imágenes de La Habana, de los barcos viveros, de su puerto, de las familias enteras que allí fueron a ganarse la vida, del imponente Centro Gallego, de su condición de filántropos —cada uno en su medida— para poder construir la Agrupación Instructiva de Redes y Caamouco y fomentar el progreso de su pueblo, de su condición de indianos… Continúan, despacio, por el centro de la villa hasta llegar al final de la rampa.
Dos embarcaciones esperan, engalanadas y relucientes, para embarcar las sesenta brazas de cada red y llevarlas, a remos, hasta las cabrias. Las cabrias, esos templos artesanos de madera que decoraron, desde tiempos remotos, la costa desde el castillo hasta Areamorta y que servían para secar las redes, cuidarlas, mimarlas para que duraran y capturaran las sardinas que curaban el hambre.
Un hombre veterano y una niña ágil y prudente son los encargados de colgar las redes. Suben despacio, seguros, sincronizados. Saben donde tienen que colocar los pies y cómo colocar el cuerpo, para dejar las manos libres para las redes. Sin arneses, sin líneas de vida, con templanza y sabiduría. En poco tiempo las dos redes quedan colgadas, con senos generosos y bien repartidas por toda la cabria.
El Pedregal ahora es también un hervidero de gente, aunque no de marineros que van a salir una noche más a ganarse el sustento. Vecinos, turistas, artesanos y otros curiosos, aplauden espontáneamente este acto valiente y emotivo. En él está el orgullo de un pueblo marinero, emigrante y trabajador como el que más, que vendía las sardinas al ciento y por veinticinco manos, cuando una mano eran cuatro sardinas. De las buenas.