Han pasado exactamente cincuenta años desde que se disputaron, en Múnich, unos Juegos Olímpicos que han quedado grabados, para siempre, en la memoria de la humanidad. Los Juegos del 72, en los que once miembros del equipo israelí perdieron la vida en una masacre, perpetrada por un comando del grupo terrorista Septiembre Negro, que horrorizó al mundo entero. Tras aquel atentado, el Comité Olímpico Internacional llegó a barajar la posibilidad de suspender los Juegos. Pero, tras largos debates, se decidió continuar con las competiciones, como una forma de proclamar, ante la historia, que, frente a toda forma de barbarie, el deporte, y de una manera muy especial el olimpismo, ha de ser, irrenunciablemente, un canto a la hermandad entre los pueblos. Y, en consecuencia, una apuesta por la paz. Mariano Haro, a quien tanto quiero y a quien tanto admiro, me contó en una ocasión que desde la ventana de su cuarto en la villa olímpica fue testigo de aquellas terribles horas. Él jamás ha podido olvidar aquello. Como no ha podido olvidarlo tampoco otro amigo muy admirado y muy querido también, Javier Álvarez Salgado, que por cierto era el compañero de habitación de Mariano. Creo que no me equivoco demasiado si digo que tanto a Haro como a Álvarez Salgado las Olimpiadas del 72 les cambiaron la existencia para siempre. Y quizás, incluso, su visión de la realidad. El caso es que Javier va a viajar a Múnich, dentro de unas semanas, con su familia. Quiere volver allí cincuenta años después. ¿Y saben para qué? Pues porque ahora, a sus 78 años —y creo que a él no le importará que lo cuente—, va a inscribirse en una prueba popular que se va a disputar en esa ciudad. O, para ser más precisos, en la caminata que se organiza paralelamente a esa prueba, que termina en el estadio olímpico. Javier, aunque su intención es hacer la práctica totalidad del recorrido andando —casi todos los días da un largo paseo, a muy buen ritmo, junto a su esposa, Loli, que también fue atleta—, quiere dar una vuelta corriendo dentro de ese estadio en el que él compitió con Viren, con Puttemans, con Prefontaine, con Bedford, con Yfter, con Mariano y con tantas otras estrellas de aquel tiempo en el que el olimpismo le plantó cara al odio y decidió no bajar la cabeza ante el horror. Y yo, que tengo una enfermiza tendencia a emocionarme, no puedo dejar de conmoverme hoy al imaginar esa última vuelta, y a Javier, mi amigo, corriendo por la eternidad.