En este mes de noviembre, José Saramago, el gran escritor portugués, cumpliría cien años. Esta circunstancia la aprovecharon los portugueses para homenajear a su premio Nobel de Literatura, con conferencias, exposiciones de sus libros en todas las librerías de la nación, y, lo que es más importante, haciendo que los alumnos portugueses, en los distintos niveles de Enseñanza, leyesen y comentasen sus obras. De esta forma, el día 16 de noviembre, centenario de su nacimiento, Saramago estuvo presente en la vida de su país, de norte a sur. Algo de lo que deberíamos aprender los españoles, que solemos homenajear a nuestros escritores importantes con un sencillo recuerdo institucional en su municipio natal. Y tiene más mérito aún lo de los portugueses porque Saramago abandonó Portugal para instalarse en Lanzarote a raíz de que el Gobierno portugués vetase la presentación de su obra El Evangelio según Jesucristo (1991) al Premio Europeo de las Letras. Saramago no entendió nunca que una República que se declara laica prohíba una obra porque pueda ofender a los católicos. Ser miembro del Partido Comunista Portugués tampoco le facilitó las cosas, y eso que era un hombre moderado, tolerante y afable. En otro orden de cosas, no dejó nunca de sorprender a los críticos que un escritor que, por su origen humilde, tuvo que dejar la escuela para ponerse a trabajar en una herrería mecánica y posteriormente en otros oficios alejados de la literatura, y que empezó a escribir con constancia a los 53 años, se convirtiera dos décadas después en todo un premio Nobel. Pero ahí están sus novelas y ensayos para convencernos de que su progresión fue tan sorprendente como verdadera. La década de los 80 y primeros años 90 fueron los de su explosión y consagración con novelas de gran éxito.
A Saramago lo pudimos escuchar varias veces en Ferrol. La primera, en el aula de cultura de Caixa Galicia, en la calle Galiano. Y la segunda, inaugurando un curso en homenaje a Torrente Ballester, en la capilla del antiguo hospital de caridad, que se quedó pequeña ante la avalancha de público. Otra, presentando una película basada en un cuento suyo. Y asistió al entierro de Torrente Ballester, en enero del 99, sin que, ni los familiares de este, ni las autoridades presentes lo esperaran. Un par de meses antes había recibido el Premio Nobel de literatura y sus compromisos por toda Europa eran constantes. Pero Saramago acudió a Serantes porque los dos escritores eran realmente amigos. Una amistad que había nacido años antes cuando se conocieron en Lisboa. Saramago admiraba la calidad literaria de Torrente (después de leer La saga/fuga de J.B. dijo que su autor «merecía estar para siempre a la derecha de Cervantes»), su cultura y sabiduría; y al ferrolano le impresionó, desde el primer momento, la profunda humanidad del portugués y cómo supo trasladarla a su literatura.
Esa amistad perduró más allá de la muerte de Torrente. Cuando un par de años después organizamos en Ferrol ese curso literario sobre don Gonzalo que él inauguró, nos pusimos en contacto con Pilar del Río, la esposa de Saramago, que era quien llevaba la agenda del escritor. Pactamos fechas y aceptó el caché que habíamos establecido para todos los participantes. El día fijado dio su conferencia y cuando le entregamos el cheque con la cantidad acordada y el recibí correspondiente, se quedó sorprendido y rechazó los dos papeles. Sorprendidos nos quedamos también nosotros. Entonces él, mirando con gesto serio a Pilar, que lo acompañaba, le dijo que debería saber que él, por acudir a un acto de homenaje a un amigo, no cobraría ni un céntimo. Eso es elegancia, desprendimiento y amistad. Así era Saramago.