Hace unos días tuve un encuentro con alumnos de bachillerato en un acto organizado por el Ayuntamiento ferrolano para recordar el Holocausto de la 2ª Guerra Mundial. Al verme en el salón de actos del recinto municipal ante los alumnos de un instituto de la ciudad, en un flash muy rápido recordé los tiempos en que, como profesor, durante cuarenta años, conviví con jóvenes de esta misma edad. Por unos instantes vinieron a mi cabeza aquellas aulas del viejo y noble instituto en que pasé gran parte de mi vida tratando de enseñar literatura y gramática castellana a muchas generaciones de alumnos y alumnas. No tengo añoranza de esos años, pero sí guardo muy gratos recuerdos de mi actividad docente. Y hoy, con una vida laboral ya terminada, tengo la total certeza de que, la de profesor, es una de las profesiones más satisfactorias y más creativas para quien tenga vocación y gusto por enseñar. Y no me cabe ninguna duda de que, sobre todo, es la suya una tarea tan importante como necesaria, pues sabemos ya por experiencia que toda sociedad culta y solidaria es producto de una buena educación escolar. Si falla esta base, el equilibrio social se tambalea porque, para ser ciudadanos libres en una democracia justa, necesitamos responsabilidad y respeto a las normas, que empiezan a aprenderse en la escuela y se perfeccionan en la segunda enseñanza.
Pero, además, la profesión de profesor va generando en el docente un enigma casi metafísico, que a veces parece sobrenatural, aunque realmente se pueda explicar con la mayor naturalidad. Resulta que año tras año, en esas aulas, el único que cumple años y, consecuentemente el único que envejece, es el profesor o profesora. Cada curso, él o ella tienen un año más, mientras que los alumnos se renuevan, son otros, pero mantienen misteriosamente la misma edad de los del año anterior. Y, por lo tanto, en el grupo se nota la misma tendencia al jolgorio, la propensión al entusiasmo, la poca contención de impulsos y de sentimientos, la ausencia de preocupaciones y responsabilidades mayores, la rapidez de reflejos, la memoria fácil y la curiosidad bien despierta. Demasiado fuerte para quien ve, curso tras curso, que precisamente esas cualidades son las que en él o en ella van menguando en un proceso tan imparable como irreparable.
El profesor sabe, por sus lecturas y su formación, que, desde siempre, existe el mito de la fuente que sana y devuelve la Juventud a quien bebe su agua o se baña en ella. La historia y la literatura han dedicado ríos de tinta a elucubrar sobre este fenómeno mítico. Ya el primer historiador conocido, el griego Heródoto, en el siglo IV a. C., dio cuenta de esta fantasía de los humanos, que él atestigua que existe. A su búsqueda salieron los Argonautas de la mitología griega; la menciona de pasada el apóstol San Juan en su Evangelio; consumieron vidas y esfuerzos inútiles los alquimistas hebreos para descubrirla; y los Caballeros de la Tabla Redonda se afanaron en la búsqueda del Santo Grial que les revelaría el secreto; y el Fausto de Goethe; y el Retrato de Dorian Gray… Hasta un tipo tan bragado como el conquistador español Juan Ponce de León navegó desde Puerto Rico a Florida para descubrir la fuente mágica de la juventud que, según la leyenda, manaba en un lugar de esa península. Pues bien, algunos profesores veteranos ya sabemos la respuesta a este enigma legendario: la verdadera fuente de la eterna juventud está en las aulas. Si no, ¿cómo se explica que yo tenga delante a estos alumnos de ahora con la misma edad que los que tuve en las aulas muchos años antes…?