Conocí a Guillermo Ferrero en Burgos, a comienzos de los ochenta, un año que ahora mismo no sabría concretar cuál fue, aunque sí recuerdo que poco antes un auténtico huracán había recorrido España entera, dejando sus huellas tanto en los tejados burgaleses como en la Tierra de Escandoi. Fue durante una concentración, organizada por la Federación Española de Atletismo en el marco del Plan Nacional de Promesas o del Plan Nacional de Perfeccionamiento (uno de los dos...), en la que atletas en edad juvenil o júnior compartían horas de convivencia y de entrenamiento con grandes fondistas como Santiago de la Parte, que había sido el lugarteniente de Mariano Haro, y que, pocos años más tarde, batiría la plusmarca española de maratón. Allí, siendo casi un niño, supe que Guillermo, uno de los grandes entrenadores del atletismo europeo, ya era entonces un auténtico referente del atletismo español, un técnico muy admirado y querido. Y de ello doy fe.
Este que les habla, servidor de ustedes, apenas estuvo vinculado unos pocos años a aquel mundo. Pero ese tiempo le bastó para entender que el atletismo, además de un deporte, es épica y poesía; y, sobre todo, una escuela de valores. No olvidemos nunca, por favor, que, con personas como Ferrero (entrenador, entre otros, del gran Fabián Roncero), todos estamos en deuda. Porque, más allá de las medallas, han dedicado su vida a hacer un país mejor.
Me gustaría que Madrid le diese las gracias a Guillermo, porque en esa ciudad hizo él su vida. Y que Ferrol le diese las gracias, también, porque Guillermo... es de Ferrol.