
En el claustro del monasterio de Santa Catalina de Montefaro, en Ares, se conservan (por desgracia, muy deterioradas ya) unas pinturas murales por las que siento un especialísimo afecto. Una de ellas representa la Última Cena. La otra, el Prendimiento de Jesús. Me resulta imposible no conmoverme al contemplarlas. Y estoy seguro de que no soy la única persona a la que le sucede algo así.
Llegados estos días, esas pinturas siempre adquieren para mí una significación muy especial. De hecho, esté donde esté, habitan mi memoria constantemente, y, cada vez que cierro los ojos, las veo —al menos durante un instante— de nuevo. Son pinturas que nos recuerdan quiénes somos, al tiempo que nos hablan del verdadero significado de la Semana Santa, del sentido último de la Pasión de Jesús. Quizás, y con independencia de que uno sea creyente o no, sea bueno detenerse un momento, en medio de este correr de la nada al vacío que a todos o a casi todos nos arrastra, y meditar durante unos minutos sobre el hecho mismo de aceptar sin reservas la Cruz para librar de las tinieblas al mundo.

¿Cómo sería el Jesús que caminó sobre la faz de la tierra...? Podemos verlo, si de verdad queremos mirarlo, en el rostro de los vencidos. Tal y como nos enseñaron los cristianos bretones (hay quien prefiere llamarles britanos, o incluso bertones...) que entre los siglos V y VI, con obispos como Mailoc al frente de todos ellos, llegaron a esta Galicia do Norte huyendo de las persecuciones a las que los habían sometido, tras la caída de Roma, los sajones que acabaron por arrojarlos al mar en las Islas Británicas. Pero también el arte, creando obras como las pinturas murales del monasterio de Santa Catalina de Montefaro —o como las tallas que estos días presidirán, por todo el país, la celebración de la Semana Santa—, nos permite acercarnos a lo inaprensible. Cada vez que paso por el Bertón de Ferrol, por la Bertoña de A Capela o —por citar otro ejemplo más— por la Bretoña de A Pastoriza, me pregunto cómo vivirían la Pascua aquellas gentes, aquellos celtas cristianos errantes que atravesaron el abismo en el fondo de las edades y que, tras haber dejado a la mayor parte de los suyos en la Armórica francesa —que hoy seguimos llamando Bretaña, y cuya lengua céltica resiste aún—, continuaron navegando hasta las costas de este fin del mundo, donde el parroquial de los suevos delimitaría muy bien después dónde está Obre y dónde está Callobre y dónde está Tiobre y dónde está Sillobre y dónde está Limodre y dónde está Barallobre, también.
La luz de las velas no puede alejar la noche, pero nos señala el camino. A Benedicto XVI le preguntaron un día por la Sindone, por la Sábana Santa de Turín, y él respondió: «No sé si es el Sudario de Cristo, pero ese es el rostro de Dios».