Por fin, este fin de semana, he percibido (sé que es una percepción subjetiva) que el aire que me rodea está empezando a convertirse en caricia y no en agente potencialmente agresivo. Y al sacar la mascarilla -cuando se puede- respiro hondo y quiero atraparlo entre las manos, casi secas por tantos lavados y tanto gel aplicado, y pasar las palmas por el rostro para recorrer cada una de las huellas que estos largos meses de viacrucis han dejado en mi cuerpo. Y en mi alma. Porque, aunque las del alma no se vean, su efecto durará más que la pandemia. Y, salvo que se aborde un plan muy serio de recuperación que incluya la salud mental, el aire limpio, los abrazos y, en definitiva, la normalidad de vida recuperada, no serán suficientes para borrar el miedo a vivir, a sentir de nuevo la soledad, o a cruzarse con la cola de un virus que tardará mucho en marcharse del todo.
Por eso, si seguimos sintiendo un nudo en el pecho y la sonrisa no vuelve, hay que rodearse -son palabras y título de un libro de Marián Rojas- de personas vitamina. Ellas son la mejor medicina para la tristeza y la desesperanza. Fáciles de identificar por su alegría natural, no provocada... Alegría que se contagia si sabemos observarlas, escucharlas y acogerlas como compañeras de viaje, con la humildad de aceptar que siempre podemos aprender de quienes resisten con coraje los zarpazos de la vida. Porque saben que guarda millones de momentos en los que les ofrecerá motivos para… ¡seguir amándola!
Al fondo suena La Sinfonía del Nuevo Mundo que también es, para mí, vitamina. Y en rededor ellos y ellas que siempre me esperan…