No me hagan mucho caso, pero siempre he tenido la impresión de que ningún lugar es el mismo al día siguiente. Y ya no digamos cuando, entre una visita y otra, hay años por medio. Aunque también es posible que seamos nosotros mismos quienes cada día (o casi cada día....) nos convertimos en personas diferentes. De hecho, ¿alguien puede afirmar, sin temor a equivocarse, que sigue siendo todavía el que aparece en las viejas fotos de los álbumes familiares? No creo. Todos descendemos de aquel niño que fuimos en un mundo que ya no existe. Pero, aun siendo eso cierto, nada hay de raro en que a veces seamos incapaces de reconocer a quien nos mira desde el otro lado del espejo. Así que vayamos a lo que nos ocupa. Hablábamos de los lugares que se convierten en algo distinto, o que nuestros ojos, conforme el tiempo huye, nunca verán de la misma manera. «Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro...», dicen los versos de Félix Grande. Sin embargo, yo quiero volver. A veces, caminando. Y otras, solamente con el pensamiento. Durante mi infancia, esa infancia que regresa a mi memoria cada vez que echo de menos un puerto seguro al que retornar —donde los colores y las luces y las voces van y vienen a través de la niebla—, el territorio mágico por excelencia era el desván. Un desván, el de la casa en la que nací, en Pedre, en el que había baúles llenos de objetos de otro tiempo —desde manojos de cartas escritas con una caligrafía exquisita hasta piezas de cerámica que parecían ir a romperse en cualquier momento; e incluso algo muy parecido a un gramófono, además de los correspondientes discos de pizarra, que ya habían enmudecido para siempre—; como había, también, una caja llena de figuritas del Nacimiento, estampas enmarcadas, una capa de tuno, varios atlas antiguos y, por cierto, grandes retratos en blanco y negro de gentes muy serias, inmóviles como estatuas y vestidas de una manera un tanto extraña: seres, todos ellos —habitantes de un pasado aparentemente lejano—, que yo por aquel entonces no acababa de entender muy bien quiénes eran. Y a los que, sin embargo, ya ven ustedes, me parezco más cada año que pasa, aunque carezca (¡qué vamos a hacerle...!) de bigote y de leontina y de sombrero. No muy lejos de nuestra casa, pero bastante metida en el monte, estaba —y sigue estando— la Pena do Picoto, a la que se le atribuían mil propiedades mágicas, envueltas en otras tantas leyendas. Un lugar al que a veces subíamos, en las largas tardes de verano, abriéndonos paso, no sin esfuerzo, entre la maleza. No sé cuántos años hace que no voy hasta allí. Como mínimo, treinta. Pero tengo que intentar acercarme otra vez de nuevo. Y no tanto por ver si se aparece, entre las piedras, algún hada guardadora de tesoros, como por volver a contemplar desde allí los lugares que fueron el escenario de mi niñez —O Regueiro, A Mota, O Valado, A Calzada, O Souto, O Revolto, Orra...— y, un poco más allá, O Sartego, Fene, la ría de Ferrol y Montefaro. Sin olvidarme, claro está, del Mar Mayor, custodiado, en la lejanía, por la mismísima Torre de Hércules. ¿Cuándo le darán, por fin, el Premio Nobel de Literatura a Claudio Magris? ¿Y a Pierre Michon? La torre de Escandoi les habla de ellos a las estrellas.