Las pequeñas cosas (quizá sean muy grandes) son mi refugio preferido para huir de la «insoportable levedad del ser» que es ADN de cierto mundo de criaturas sin esencia ni conciencia. Y lo hago porque en ellas no hay lugar para el engaño, son lo que son y nunca están desnudas o, si lo están lo reconocen y se aprietan entre ellas para ser más fuertes y protegerse del ciclón de los grandes avances como la inteligencia artificial, capaz de crear un otro yo impostor e inimputable... Porque es una mentira gigante que devora la verdad y crece sin límites hasta engendrar, en su carrera sin freno, un futuro de seres de metal, sin raíces en la tierra madre, con los pies sobre un enchufe y las manos atrapadas en un mando a distancia o en un frío teclado que jamás reconocerá una caricia. Por eso me refugio en lo pequeño, en lo entrañable. Y echo de menos el humilde quiosco, cerrado ya, en el que compraba la prensa. O a aquel compañero de mis tardes de fútbol con el que nunca discutía, pese a que nuestras camisetas eran... (dejo que se imaginen el color de la de cada uno) y que ahora se cruza conmigo y no me devuelve mi intento de saludo, quizá lo han atrapado en ese mundo de metal, poblado de paseantes autómatas que miran y hablan con su móvil y nunca se paran a observar, por ejemplo, la asombrosa hilera de los plátanos de la avenida de Esteiro, desnudos y enjutos, un asombroso paisaje de efímeras esculturas de originales formas, de belleza indefinible y siluetas casi jurásicas. Pero son reales y de... madera. Madera ya muy vieja que sigue siendo fértil y solo necesita agua y una poda que la renueve. ¡Grande pequeñez!