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José Manuel Quintana Amado: el coraje de servir con la lámpara encendida

José Carlos Enrique Díaz FERROL

FERROL CIUDAD

José Manuel Quintana Amado.
José Manuel Quintana Amado. cedida

En la parroquia del Socorro de Ferrol «se convirtió en luz cercana para todos»

16 abr 2025 . Actualizado a las 12:38 h.

Hay vidas que, sin hacer ruido, iluminan. Personas cuya sola presencia es faro. José Manuel Quintana Amado, sacerdote de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, fue uno de esos seres que llevaron siempre su lámpara llena de Evangelio, encendida con fe viva, amor constante y una entrega sin reservas.

Desde su llegada a la parroquia del Socorro, en Ferrol, el padre Quintana se convirtió en luz cercana para todos. Con su humildad, su mirada acogedora y su escucha generosa, hizo que la Iglesia dejara de ser un edificio y pasara a ser un hogar. Su vocación no se limitaba a los muros del templo; la llevaba en cada palabra, en cada gesto. Su lámpara, como la de las vírgenes prudentes del Evangelio, siempre tuvo aceite: el aceite de la compasión, de la paciencia, de la valentía.

Especialmente recordado por su conexión con niños y jóvenes, supo iluminar caminos en momentos clave de sus vidas. No se impuso como maestro autoritario, sino que brilló como compañero sabio. Les hablaba con claridad, los escuchaba con atención y los hacía sentirse amados. Era habitual verlo rodeado de alumnos, no por obligación, sino porque su luz atraía.

Pero su bondad no fue solo cálida, también fue valiente. Como aquella vez en que, sin vacilar, subió a un barco griego para socorrer a dos polizones enfermos, abandonados por el miedo de otros. Nadie quiso subir. Él sí. Subió con su lámpara encendida, sin preguntarse por el riesgo. Llevó consuelo, humanidad y esperanza. Actuó como lo hacen los verdaderos discípulos de Cristo: sin alardes, pero con firmeza.

Su vida fue siempre así: una luz que no buscaba reflectores, sino caminos oscuros donde pudiera alumbrar. Nunca esperó aplausos. Sabía que el Evangelio no se proclama solo con sermones, sino sobre todo con la forma de vivir. Y eso fue su vida: un sermón silencioso hecho de hechos.

En mi familia, su huella es profunda. Mi madre lo admiró siempre, y mi hermano, que hizo la Primera Comunión con él, aún recuerda la alegría de sus eucaristías, donde el padre Quintana hacía que cada misa se sintiera como una fiesta de familia. Su voz, sus cantos y su cercanía llenaban de luz el templo. Su lámpara brillaba también allí.

Ya jubilado y con problemas de salud, su luz no se apagó. Seguía brillando en los recuerdos de antiguos alumnos, en la gratitud de feligreses, en la memoria viva de quienes un día recibieron de él una palabra de aliento, una mano extendida, un abrazo oportuno.

Porque si algo definió al padre Quintana fue eso: que nunca dejó que su lámpara se apagara. Y eso no se logra solo con buena voluntad, sino con oración, fidelidad y una vida entera entregada al servicio. Su corazón estaba lleno del aceite del Evangelio. Por eso, su luz nunca titubeó.

Hoy, aunque físicamente ausente, su lámpara sigue encendida. En cada persona que tocó. En cada joven al que inspiró. En cada misa donde aún resuena su voz.

Como nos enseñó Jesús: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). El padre Quintana vive en el amor. Su luz no se apaga. Su ejemplo permanece como semilla de esperanza. Su vida nos recuerda que, aun en la despedida, hay promesa de eternidad. Que la muerte no tiene la última palabra, porque el amor que se da nunca muere.