Los 150 años de Casa Giz, en Ortigueira: «Aquí toda la vida hubo gente»
ORTIGUEIRA

La tienda que abrieron Francisco Giz y María Antonia Sanjurjo en Cuíña ha cerrado por jubilación, pero siguen funcionando el hostal y el restaurante
25 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.La tienda cerró el 31 de enero, después de siglo y medio de vida. María Piñeiro Giz, Maruxa, ya fallecida, recordaba hace unos años que sus abuelos Francisco Giz Pereira y María Antonia Sanjurjo Fernández habían abierto Casa Giz en Cuíña (Ortigueira), en una vivienda contigua a la actual, a donde la habían trasladado sus padres, Indalecio Manuel Piñeiro Pía y María Giz Sanjurjo. Maruxa contaba que no recordaba la casa sin tienda. Al vecindario y a la clientela de paso les costará habituarse a ver cerrada la puerta del negocio, que nació como taberna-ultramarinos hace alrededor de 150 años.
María José Franco Piñeiro, la única hija de Maruxa, regentó el establecimiento desde que se jubiló su madre. Ella representa a la cuarta generación de esta saga de tenderos. Tardó un año en encontrar comprador para la licencia del estanco (ahora en la avenida Escola de Gaitas, a la entrada de Ortigueira desde A Lagarea) y fue retrasando la jubilación. En 1983, ella y su marido, José Manuel Lagares (originario de O Barqueiro), pusieron en marcha, junto a su tía María Serafina (que hoy tiene 79 años), la hermana pequeña de Maruxa, un restaurante con el mismo nombre, Casa Giz. «Fue cuando nos casamos», comentan. En la cocina de la tienda servían tapas de callos los domingos y aquello fue, de algún modo, el origen de la casa de comidas que regentaron los tres durante 23 años, con Serafina al mando de los fogones. «Funcionó bien desde el principio, aunque costó», admite José Manuel. La etapa de mayor actividad coincidió con el auge de la fábrica de pizarra y las obras de la carretera AC-862, cuando servían 80 o 90 comidas al día.
Después lo alquilaron y hace doce años volvió a manos de la familia, con Javier López Piñeiro, uno de los hijos de Serafina, al frente. Por medio, justo en el cambio de siglo, volvieron a diversificar el negocio, esta vez con la apertura del hostal Casa Giz, que continúan gestionando. «Había una casa de la familia y la heredamos. Al principio íbamos a hacer un garaje y dos pisos, y después pensamos en unas habitaciones. Primero construimos una planta y unos años después, la otra, y más adelante ampliamos [con otro inmueble anexo]», detalla José Manuel. Disponen de 28 habitaciones y reciben huéspedes «incluso en invierno». Durante los festivales de Ortigueira (Mundo Celta) y Viveiro (Resurrection Fest) se llena —«hay gente que deja reservado de un año para otro»— y el resto del verano se ocupa con turistas de Madrid, Sevilla y otros puntos de España, muchos con estancias de entre diez y doce días. «Son clientes con los que ya te queda amistad, después te llamas en Navidad», apunta María José.
En los anaqueles de la tienda aún quedan conservas, salsa de tomate, arroz, pasta o botellas de whisky y licores. «Si esperamos a liquidarlo todo no cerramos nunca», dice María José, que no ha parado de trabajar ni un solo día, a veces con un pie en la cocina y otro detrás del mostrador: «Al tener la prensa no se podía cerrar». A falta de relevo generacional en la familia, no quedaba opción: «Vivimos aquí, es nuestra casa; si la tienda fuera independiente la hubiéramos alquilado, si alguien se interesara por ella».
Echan de menos a la clientela
José Manuel ya echa de menos a la gente: «Venían a buscar el periódico, te contaban las novedades, ahora no me entero de nada [risas]». La partida en Casa Giz es la alternativa: «Sin el bar sería un aburrimiento». «Aquí toda la vida hubo gente», repite María Serafina, y cuenta que donde está el restaurante se celebraban los bailes de San Marcos. «Mi padre traía a toda la familia a trabajar, de portero, para la venta de entradas... y yo, de niña, nunca fui al San Marcos [a Senra], porque no me podían llevar», relata. A cambio, en su casa había cuarto de baño, mientras sus amigas tenían que asearse en un barreño.
María José y José Manuel tampoco iban al patrón de Cuíña, Santiago, a pocos metros de allí, pero ahora se resarcirán. Su vida ha girado en torno a Casa Giz, que surgió de la nada y ha dado dinero. «Cuando me pregunta la gente le digo: ‘claro, tengo más que tú porque no he tenido tiempo de gastarlo'», ríe José Manuel.
Casa Giz un negocio con 140 años de historia
En 2014 se publicó este reportaje en La Voz de Galicia: Hace 140 años ya existía Casa Giz en Cuíña (Ortigueira). La tienda nació en la casa de al lado. «La abrieron mis abuelos, Francisco Giz Pereira y María Antonia Sanjurjo Fernández», cuenta María Piñeiro Giz, que nació en 1930 en la vivienda donde se encuentra el negocio desde que lo trasladaron sus progenitores, Indalecio Manuel Piñeiro Pía y María Giz Sanjurjo. Con 14 años, su padre emigró a Cuba. «Iba y venía». Antes y después de casarse. «Mi madre se quedó con el comercio y cuidando a los hijos», que se llevaron varios años, los mismos que transcurrían entre las idas y venidas de Indalecio, carnicero en la isla. «Yo no recuerdo esta casa sin tienda», asegura Maruxa, como es conocida, que trabajó en el establecimiento durante medio siglo. «Con 15 años empecé y ya me quedé», relata.
El primer mostrador de aquella taberna-ultramarinos era de la madera de eucalipto. Explica que los hombres echaban la partida en el comedor y tomaban los chiquitos, mientras las mujeres compraban azúcar, aceite, café, bacalao... «En aquellos tiempos había pocos artículos y se vendía más de cada uno y ahora hay muchas cosas y se vende poco», resume esta mujer de carácter afable y vitalista. Tanto ella como su hermana menor, María Serafina, recuerdan «aquellas cubas de vino grandísimas y el bidón para coger carburo». Cuando vivían sus padres, evocan, «no se cerraba nunca». «Cenábamos en el patio, donde había una parra, de día, porque papá venía acostumbrado de Cuba. Fueron más esclavos que nosotros, trabajaron mucho y empezaron sin tener nada. Mamá contaba que se habían podido casar gracias a que el cura no les había cobrado porque si no se hubieran quedado sin los tres duros que tenían», elogian.
María Serafina, de 70 años, dice que de niña le extrañaba que sus compañeras de colegio se asearan en un barreño. «Siempre recuerdo tener cuarto de baño en casa y la primera televisión que hubo en la parroquia fue aquí, y venía la gente a verla». «Siempre me encantó el comercio -asevera Maruxa-, me gustaba hablar con la gente, teníamos clientes muy fijos, pagadores...». Durante la larga posguerra se apuntaba en la libreta: «La gente era muy formal y cuando vendían un ternero o unos pinos saldaban toda la deuda». En las aldeas «vivía mucha más gente» y Casa Giz era referencia en la zona. Todo cambió a raíz de la apertura de los supermercados, aunque el establecimiento, que también tiene estanco, mantiene una clientela estable, que se duplica en verano [el último invierno «fue terrible, sí se notó la crisis»].
¿Cómo sobrevivir ante tanta competencia? «Especializándose en productos de calidad, fruta, bacalao, conservas... de las mejores marcas. Y artículos que no puedes encontrar en otros sitios como la caña para hacer licor de guindas», responde María José Franco Piñeiro, encargada de la tienda desde que se retiró su madre. Su marido, Manuel Lagares, y su tía María Serafina, gestionan el hostal, otra rama del negocio familiar.
Hace más de tres décadas abrieron un restaurante, que hoy sigue en manos del hijo de María Serafina, Javier López Piñeiro. Los años de gloria, cuando servían 80 o 90 comidas al día, coincidieron con el auge de la cantera de pizarra y las obras de la carretera. El baile de San Marcos Antes hubo bailes, en el Salón Piñeiro, otra iniciativa de Indalecio, el primer gran emprendedor de la saga. «Venía gente de Espasante, O Baleo, Ortigueira, en bicicletas o andando... y mamá preparaba bistecs empanados para los bocadillos», narra María Serafina.
El 25 de abril celebraban el baile de San Marcos, coincidiendo con la feria caballar de Senra. «Con cuatro como aquel se resolvía el año, solía decir mi padre», rememora Maruxa. Su hermana conserva un hermoso abanico de cartón, con los que su padre obsequiaba a los asistentes al baile mensual.