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Aquella madrugada del 84 fue como el primer beso

Moncho Fdez.

FIRMAS

18 feb 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

En plena segunda década del siglo XXI, éxito y deporte español son palabras cuya relación ha adquirido tintes de epíteto, y por supuesto en el baloncesto también. Pero hubo una época en la que no era así. Los de mi generación estábamos más acostumbrados a sinsabores, o mejor dicho, ni por asomo pensábamos que nuestras selecciones pudieran acceder a los puestos de privilegio, reservados para las grandes potencias deportivo-económicas.

En pleno inicio de la pubertad, a uno ya le tiraba mucho esto del deporte, y el baloncesto en particular. Y llegó el Mundial de Cali. Aquel fue el año de Naranjito y el Mundial de España, y los amantes del deporte vimos compensadas las sempiternas decepciones de la roja futbolera con los poco loados éxitos del equipo nacional de baloncesto (como diría Don Antonio Díaz Miguel): victoria frente a Estados Unidos, y derrota en la lucha por el bronce frente a la antigua Yugoslavia (he dicho derrota, aunque bien hubiera podido escribir robo, atraco, sustracción o similar). Pero aquel cuarto puesto, con tintes de gesta, alcanzaría el culmen dos años después, y sin salir del continente americano: la Olimpiada de Los Ángeles.

La «medalla de plata» con mayúsculas, el faro que guio el orgullo de los amantes del deporte, que por un momento y sin que sirviera de precedente desbancó al rey fútbol en el consciente colectivo del deporte patrio. Todos llevamos colgado de nuestro pecho aquel metal con orgullo mayúsculo, y la alegría de aquellos barbudos (la verdad es que muchos optaron por aquel look, no me digan por qué), fue la nuestra. Escribiendo y recordándolo las emociones afloran a mi cuerpo y aún se me pone la piel de gallina.

Yo la viví sentado en mi cama, en una pequeña televisión en blanco y negro que había en casa, apoyado contra la pared y vibrando con cada canasta que nuestros nuevos héroes convertían en el cesto americano, mientras mi familia, primero mi padre, luego mis hermanas y al final mamá, se incorporaban al espectáculo e invadían mi colcha, para compartir juntos la gesta de las gestas, abrazados y orgullosos. Fue así. Allí sellé un pacto de amor que sigue estando vigente y que durará toda mi vida. El otro miembro de esa pareja ya lo saben: el básquet.

Me gusta presumir de que soy entrenador de baloncesto gracias a aquella medalla, y si no es así, lo que sí puedo garantizar es que pocos éxitos se viven igual que cuando tienes quince años y no sabes lo que significa que tu país gane algo. Aquella vez lloré. Sigue siendo el mejor recuerdo del amante del deporte Moncho Fernández. Será muy difícil que alguien me vuelva a provocar aquella emoción auténtica e inocente, la de la «primera vez».

Por ello, muchas gracias.