La victoria conservadora en las elecciones parlamentarias que se anunciaba ayer en Irán no es ninguna sorpresa, sobre todo considerando que solo se presentaban conservadores. Pero si uno se olvida de esa etiqueta inútil, las elecciones suponen el mayor cambio en la política iraní en casi una década. Termina el experimento populista que el líder supremo, ayatolá Jamenei, inició en el 2005, cuando impulsó a Ahmadineyad a la presidencia. Se trataba de sustituir el aperturismo del anterior presidente Jatami, cada vez más parecido a un inicio de democratización, por un populismo conservador que conectase con la generación de la guerra con Irak (Ahmadineyad resultó gravemente herido en ella) y con los más jóvenes.
El experimento no funcionó. Imprudente en política exterior, Ahmadineyad intentó en el interior una reforma a su manera, tratando de crear su propia base de poder dentro de las instituciones y marginando al establishment de la revolución. En mayo pasado perdió finalmente la confianza del líder supremo y desde entonces se ha visto acosado por sus rivales en el Parlamento, que quieren detenerlo y procesarlo. Con el resultado de ayer se abre esa posibilidad.
Estas elecciones también nos dirán quién es el tapado para las presidenciales del año que viene. De las dos facciones conservadoras, la que tiene más posibilidades es la principalista que promueve el propio Jamenei. Aunque dirigida por un clérigo octogenario, su figura principal es Alí Lariyani, presidente del Parlamento, y cuyo hermano Sadeg dirige el sistema judicial. Por esto, y porque proceden de una familia poderosa, se los conoce como los Kennedy iraníes (aunque sus vidas familiares son, al parecer, mucho menos coloristas).
Lariyani era el negociador nuclear hasta que Ahmadineyad lo cesó, y aunque no frenaría el programa, sin duda actuará con más tacto. Pero en el actual contexto de amenaza militar, es muy posible que se busque una alianza con los ultras del lunático ayatolá Mesbah-Yazdi, el antiguo mentor de Ahmadineyad hasta que este cayó en desgracia. En todo caso, a partir de hoy el presidente es lo que los norteamericanos llaman un pato cojo: una pieza fácil a merced de sus enemigos.