Dos siglos de plaza de la Constitución

FIRMAS

Hace 200 años fue bautizada tras los festejos por la Carta Magna de Cádiz

19 ago 2012 . Actualizado a las 06:00 h.

C omo sempre, o de sempre» es un lema oficioso del Celta que, antes de los partidos, atrona en los altavoces de Balaídos. Pero la máxima sirve también para todo lo relacionado con el Concello de Vigo, siempre ignorante de su propia historia. En los últimos tres años, se celebró el título de ciudad en una fecha equivocada, se ignoró el 150 aniversario de la calle del Príncipe y, ahora, se olvida que la plaza de la Constitución, la más emblemática del municipio, cumple dos siglos.

De hecho, sopló las doscientas velas el pasado 26 de julio, porque en esa fecha de 1812 se celebraron allí los fastos para recibir la Constitución de Cádiz, la primera de España. Desde entonces, mantuvo su nombre, salvo en los dos períodos en los que el abominable Fernando VII la derogó e impuso el terror político en el país. Excepto esos diecisiete años-primero con el regreso del monarca y luego en la Ominosa Década-, la Constitución conservó su nombre, con repúblicas, restauraciones y dictaduras, incluida la de Franco.

Aquel 26 de julio de 1812 Vigo se echó a la calle para festejar el texto de Cádiz, que reconocía nuevos derechos y libertades, además de crear una moderna monarquía parlamentaria que después anuló el rey cuyo chozno es Juan Carlos I.

El alcalde Gabriel Méndez de Quirós publicó un bando para que todo Vigo se implicase en las celebraciones, «expresando esta ciudad, que tiene relevantes pruebas de adhesión a la buena causa, demostrará en el concepto público sus sentimientos según el júbilo con que celebre los días de su publicación y jura, que serán, según señaló el Concello, los 25 y 26 del presente mes».

La Constitución se leyó de viva voz en la hasta entonces conocida como plaza del ayuntamiento, con la asistencia de los vecinos y la presencia de toda la Corporación a caballo. Los ciudadanos dan grandes «vivas» al texto legal. Seguidamente, se celebró una procesión cívica, que discurrió por la calle Imperial para salir por la puerta de A Gamboa hacia Areal. De regreso, la comitiva pasó por la Colegiata, la calle Real, la Rúa Alta y A Falperra, para volver a la sede municipal. En su bando, el alcalde obligaba a los vecinos a lucir sus casas para la ocasión: «Todos los vecinos tendrán limpias, aseadas y regadas las calles y fronteras libres de escombros, colgadas las casas con la decencia posible; que alumbrarán por la noche con la señal de los fuegos y repique general de campanas, procurarán esforzarse en la alegría y sosiego público de cuya falta no habrá el más mínimo disimulo».

Por la noche, todos a la cama y a prepararse para madrugar. A tal efecto, el regidor ordena que sean cerradas desde la diez de la noche todas las «casas públicas» y advierte a los alcaldes de barrio que vigilen que se cumpla la norma. Porque, a las ocho de la mañana del día 26, habrán de reunirse todos los vigueses ante la colegiata «para prestar juramento y asistir a la misa-sermón, Te-Deum y demás actos religiosos y, a continuación, esmerarse en demostrar su júbilo patriótico».

De estas palabras, podría suponerse que la gente iba un tanto obligada a mostrarse feliz. Pero los hechos demostraron que así fue, de forma natural. El juez José Antonio Alonso Caballero decoró su casa con unas pirámides alegóricas y grandes letreros en los que podían leerse frases de los filósofos más liberales y loas a la democracia. Otro vigués, Alejandro Ojea, sacó los trofeos militares que coleccionaba y los expuso en las ventanas de su vivienda. Álvarez Blázquez recoge un escrito del abogado Manuel Rodal, que fue acusado de liberal tras la reacción absolutista. Para librarse de las represalias, describió aquellos festejos con grandes críticas, en especial contra el juez Alonso Otero, «que predicó al pueblo en tres tablados, ponderando las excelencias y la felicidad de la llamada Carta Sagrada, que entusiasmó al pueblo», al tiempo que censura las pirámides que construyó en su casa: «En aquellas funciones malgastó los caudales propios, cuando la tropa no tenía qué comer».

No parece muy honorable la actitud delatora de Rodal, pero nos ayuda a comprender el júbilo que se vivió en aquellos días de 1812. Los jerarcas municipales bien podrían haber festejado este verano el bicentenario de nuestra plaza constitucional. Pero, ocupados como están en gobernarnos, ¿a qué pedirles que se lean la historia de su propia ciudad?

LA BUJÍA DEL DOMINGO Por Eduardo Rolland

eduardorolland@hotmail.com