Hace poco más de un año, habiendo ganado ya las elecciones el PP y ejerciendo por tanto como presidente en funciones, José Luis Rodríguez Zapatero tuvo la desfachatez de concederle un indulto al banquero Alfredo Sáenz en uno de sus últimos consejos de ministros. El Tribunal Supremo había condenado al expresidente de Banesto por presentar una denuncia falsa contra cuatro empresarios a los que pretendía cobrar 600 millones de la viejas pesetas con la ayuda del juez prevaricador Pascual Estevill. El número dos de Botín, con un sueldo de 10 millones de euros al año, pagó una multa de 6.000 euros y se libró de tres meses de arresto y de la inhabilitación para gestionar entidades financieras.
Hace dos semanas, un Mariano Rajoy interesado sobremanera en recomponer lazos con CiU concedió otro vergonzoso indulto a cuatro mossos d'esquadra condenados a penas de cárcel por torturar a un inmigrante. Los policías autonómicos habían detenido por error a un rumano y, además de golpearle todo el cuerpo, le llegaron a meter una pistola en la boca para forzar su confesión.
Hace solo dos días, el ciudadano vigués David Reboredo entró en la prisión de A Lama para cumplir siete años de condena. En el 2009 le pillaron por segunda vez con papelinas de droga. Pese a que una docena de colectivos aseguran que este extoxicómano ya está rehabilitado y ayudando a otras personas a salir del pozo, el Ministerio de Justicia rechazó las peticiones de indulto.
Son tres casos recientes, entre los miles que se han dado en Democracia, que ilustran cómo los poderes del Estado se reservan el uso de distintas varas de medir. A los delincuentes de cuello blanco se les aplica el derecho de gracia y a un pobre desgraciado se le eleva casi a la categoría de narcotraficante.