
El estradense Manolo Magariños tuvo tres profesiones y un don, el de zahorí, que utilizó para encontrar manantiales por toda Galicia
05 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.Hay conocimientos que no se encuentran en los libros. Todo lo que sabe Manolo Magariños Valuja lo aprendió observando a sus mentores y poniéndolo luego él en práctica. Fue carpintero como su padre, transportista y canteiro de profesión. Pero también descubrió que tiene un don que pocos han logrado transmitir a las nuevas generaciones, el de zahorí.
Con una simple varita de mimbre, sauce o retama (xesta), el estradense de 78 años es capaz de encontrar fuentes de agua hasta a setenta metros bajo tierra. Solo es necesario que sea una rama verde. «A leña so vale para o lume», sentencia el vecino de Couso con cierta sorna cuando se le pregunta qué utiliza.
Aunque al parecer, más importante que la varita, es la persona. «Hai xente á que lle da e xente á que non», explica sin mucha ciencia Manolo. Reconoce que no sabe por qué la rama apunta hacia el suelo cuando hay un manantial. Ni por qué funciona con ciertas personas y con otras no. Ni siquiera sabe cómo se conoce esta práctica ancestral. «Alguén me dixo que tiña que ver co campo electromagnético que ten cada un», apunta sin desencaminarse mucho de lo que los científicos denominaron radiestesia.
Un misterio para la ciencia
Aunque los hijos de Newton son, en general, son escépticos respecto a esta práctica, al estradense no lo avalan títulos universitarios ni premios de investigación sino los resultados. Y es que, hasta ahora, allí donde se retorció la rama había agua.
Manolo cuenta que aprendió la técnica cuando trabajaba de transportista en la empresa de Jesús Castro, la firma de O Foxo dedicada a la obra pública. «Tería xa uns 50 anos», señala. Le enseñó un compañero algo más joven que él. Los operarios utilizaban la radiestesia para saber por dónde circulaban las cañerías antiguas que no figuran en ningún mapa y evitar romperlas cuando realizaban alguna actuación que requería levantar el firme, o no dar con una bolsa de agua.
«De máis de cincuenta personas que eramos solo sabiamos atopar a auga tres», relata. Muchos más lo intentaron, aunque sin resultado.
Esta es una de las mayores frustraciones de Manolo, a quien le gustaría transmitir el saber a las nuevas generaciones para que no se extinga. Por eso siempre está dispuesto a enseñar las cuatro lecciones básicas sobre cómo coger la rama a quien esté interesado en aprender. Pero no depende de él.
«A xente decepciónase cando a vara non se lle move», indica. De hecho, ya ha perdido la cuenta de cuántos lo habrán intentado en vano. Incluso su consuegro, que trabaja en la construcción, pero «non lle daba». La genética no tiene nada que ver en esto y ninguno de sus tres hijos ha heredado su don, muy a su pesar.
Logros de un zahorí filántropo
Aunque aprendió para colaborar con sus compañeros de trabajo, Manolo nunca ha cobrado por ello. Ni en estando en la empresa ni tras jubilarse, cuando muchos acudieron a llamar a su puerta pidiendo ayuda.
Solo en la parroquia, en Couso, encontró seis pozos en las casas de distintos vecinos. También cooperó gratuitamente con la empresa Tragsa, cuando se realizó la concentración parcelaria del lugar, indicándoles dónde había tuberías y dónde no. E incluso se prestó cuando un desconocido de Santa Cristina de Vea oyó hablar de él y le pidió el favor. «Fun a tódalas casas onde fixo falta e nunca collín nin un patacón», resume sin darle mucha importancia.
Cuenta que su mayor logro fue en Sanxenxo, en donde trabajando para Jesús Castro encontró agua a 70 metros de profundidad. «Pensabamos que era agua do mar, porque estabamos xusto onde a praia», explica. Y resultó ser agua dulce, para sorpresa de todos. También recuerda la ocasión en que llegó a un manantial que «bombeaba solo, sen que lle meteramos ningún motor».
Una varita contra la sequía
Por hacer, hizo magia hasta en su propia casa, en el lugar de Sequeiró. Fue hace algo más de dos décadas, tras un invierno que recuerda como uno de los más secos. Aunque la zona es rica en agua, el pozo artesanal del que se servían fue mermando hasta secarse por completo. Incluso llegó a hundir la tierra a su alrededor e hizo peligrar un cubierto que hay al lado. De él bebía la familia y los animales que tenían por entonces.
Pero gracias a la destreza de Manolo, en solo cuatro horas ya tenían una fuente nueva de agua. La encontró a 35 metros de profundidad y hasta hoy. «Parece cousa do demo», reconoce con una sonrisa en la cara su mujer, María Amparo Matalobos.
la extinción de un saber ancestral