Un ourensano vive desde marzo alejado del mundo, en una cueva en As Ermitas, dedicando su vida a rezar y esperando hacer milagros
12 jun 2013 . Actualizado a las 07:00 h.«Soy un ermitaño, que si miras el diccionario es ?persona que se retira para vivir para Dios? (para ser exactos, la Real Academia Española dice ?persona que vive en soledad, como el monje, y que profesa vida solitaria?)». Son las palabras con las que el ourensano Néstor Lamelas recibe a quien se acerca a la cueva que desde el pasado marzo ha convertido en su casa. Una cueva, otrora utilizada como espacio para guardar los cerdos, en As Ermitas (O Bolo), cuyo propietario -cuenta Lamelas-, le dio permiso para ocupar.
Primero tuvo que librar el lugar de la maleza que después de décadas inutilizada lo cubría todo (la casa a la que pertenece evidencia un estado de abandono); y después, todavía ahora, la va acondicionando para que sea lo cómodo que puede ser vivir en un agujero escarbado en la roca. «Me estoy haciendo una cama con cuatro tablas», explica, tras enseñar la huerta que ha creado en medio de un zarzal y que espera sea parte de su despensa, junto al río Bibei, en el que ya pesca, y del que se abastece para tener agua para beber, y con la que asearse. Reconoce que es «duro», porque hace frío, pero, sobre todo, por estar solo. «Me falta compañía, alguien con quien hablar», señala, y confía en que algún día alguien quiera compartir la vida en la cueva con él, dedicándose a la oración. Aún así, asegura que es «feliz». Descarta vivir en el santuario, a apenas unos metros de su cueva, donde los curas conviven con gente necesitada; «porque ya estuve allí siete meses, pero no se lee la Biblia como yo quiero».
Lo vio en «Crónicas Marcianas»
Lleva casi tres meses viviendo en la cueva, y no sabe cuánto va a quedarse, «pero una larga temporada seguro». De momento es su primera parada en su nueva vida, lejos de la ciudad, del tráfico, de la vida cotidiana? Todo para alejarse del ruido y dedicarse a estudiar la Biblia y rezar. Para, como él mismo confiesa, «prepararse para, algún día, poder incluso hacer milagros». Y entonces nombra a Jeremías, Isaías o Noé. Dice que si no hay los milagros que a ellos se le atribuyen es «porque no se está rindiendo justicia social». Cree que Iglesia y política están demasiado mezclados «y eso no es bueno, ha provocado que Dios no esté del otro lado de la línea para pedirle cosas».
Lamelas, que prefiere ser llamado Yosephah, «el nombre que me pusieron en Jerusalén», cuenta que conoció la realidad de la vida ermitaña a través de la televisión. Fue en el programa de Javier Sardá, Crónicas Marcianas. Vio a Carlos Jesús, y decidió acudir a Játiva (Valencia) para «verlo y hablar con él». Dice que le gustó mucho lo que se encontró, «pero no pude quedarme porque yo entonces estaba casado; pero ya me iba mucho la vida espiritual».
«La gente no lo entiende»
Ahora, ya divorciado (con una condena de prisión por malos tratos a la que también alude) y jubilado (en el pasado fue, cuenta, chófer de artistas como El Canto del Loco o el equipo de Carlos Baute), podía irse de la ciudad. Algo que «casi nadie entiende», señala; sobre todo su hijo, «para quien es difícil», y que va a visitarlo con frecuencia. «El otro día me trajo esta perrita», cuenta mientras señala al animal, dormitando al lado de la cruz que ha puesto a la puerta de su cueva, indicando que allí vive un ermitaño.
Tampoco en el pueblo todos le entendieron. Hay quien le mira con recelo, «piensan que soy un desahuciado»; y le ha valido alguna que otra discusión con los vecinos cuando lo ven merodeando; aunque también hay quien le ofrece comida. Él solo quiere ser «ermitaño, vivir retirado, intentando llevar una buena vida, para dar ejemplo». Y lo hace vestido con el traje que se compró en una peregrinación a Jerusalén y que el domingo se pone para ir a misa al santuario. «La gente me mira, pero a mí me da igual». Tiene clara su guía. «Dios está ahí, como el aire, no le ves, pero está».
Ha plantado un pequeño huerto y pesca en el río en el que también se asea