Hace dos semanas un jurado declaró culpables de asesinato a una madre y a un padre por la muerte -de frío y hambre, después de haber sido sometida a un horripilante maltrato continuado- de su hija de trece años. Sucedió en Olympia, en el estado norteamericano de Washington; la niña había sido adoptada por la pareja cinco años antes en Etiopía. No es el primer caso de muerte de un menor provocada por sus padres. Pero la condición de adoptada de la cría añadía un punto de atrocidad a un suceso que conmovió a la comunidad en la que se produjo y que fue utilizado como combustible altamente inflamable por quienes, en el país de origen de la niña y fuera de él, no aceptan más vías de maternidad y paternidad que la biológica.
La muerte de Asunta inquieta al Gobierno de China, que a través de su embajada pide celeridad para esclarecer el asesinato de la chica, adoptada en aquel país cuando aún no había cumplido un año. Es de agradecer el interés mostrado por Pekín y comprensible el dolor de un pueblo chino muy sensibilizado con el fenómeno de las adopciones. Lo extraño es el argumento esgrimido: garantizar la seguridad y el derecho legal de los niños adoptados.
Son varios miles los niños gallegos que han nacido en China, en Etiopía o en Rusia. Son críos que han llenado de alegría muchos hogares de Galicia y a los que la vida les ha dado una segunda oportunidad para crecer en unas circunstancias que es inmoral negarle a cualquiera. Asunta, como Ruth y José Bretón, están muertos porque la maldad anida en rincones insospechados. Asunta no fue asesinada por haber nacido en China. Ni por ser adoptada.