No apartaré la vista de esa fotografía. Quizás un día acuda a usted y le suplique que me libre del hechizo; que destruya el horror que va apareciendo entre las agitadas aguas de mis lágrimas contenidas en las quebradas cuencas de mis ojos. Podríamos contemplar el paisaje salado que cuelga del cielo frente a mi galería y vislumbrar la alegría de monte Louro resucitando de su tumba marina rodeado de delfines y emprendiendo su viaje a las estrellas. Pero la realidad es terca como el acoso de las moscas y sobrevuela nuestro entorno como una avioneta propagandística aligerando su carga de miles de fotografías como esta que como una lluvia ácida alfombran las calles o, como abortos frutales, quedan prendidos de las limpias ramas de los árboles.
En esas covachas de metales impuros, de impuros cartones, de putrefactas atmósferas, entre el reino de las ratas y las arañas, habitan el agua y el pan, el jabón y la palangana, el jergón y la alambrada, la corona de espinas y un cuadro de la Virgen Dolorosa con su corazón tintado por el oxidado filo de siete cuchillos, uno por cada día de una semana eterna. Tras esa puerta oscura que conduce a la más perversa de nuestras conductas, duerme un bebé acunado por su respiración mientras un perro que guarda su sueño rasca su piel invadida por las pulgas del hambre. En las heridas del tejadillo se desmayan los rayos de sol y, como una fuente de serpentinas, se precipitan sobre la cuna que un día contuvo tres docenas de latas de espárragos en un supermercado de la ciudad.
También habita allí el silencio, ese silencio de los sin voz que daña los tímpanos de los poetas y penetra ombligo arriba hasta el paladar como un venablo tóxico en el frágil cuerpo de los elegidos. Fétidos lagunajos delimitan las fronteras y los visados son innecesarios para salvar sus aduanas. Nadie, salvo nuestro propio horror, nos detendrá hasta enfrentarnos con la puerta inexistente que nos separa de ese mundo olvidado que permanece dormido en el comodísimo colchón de plumas de oca en el que ebrios de lujo descansamos voluntariamente ajenos a la tragedia que sabemos se respira al otro lado del espejo. Al otro lado, si.
Al fondo se eleva sacrílega la ciudad y su paisaje como Babel se llena de áticos desafiantes abarrotados de sombrillas y de piscinas templadas por el sol, los vinos, las anchoas y los quesos que sobrealimentan las palabras necias enramadas en conversaciones vacías. A los áticos no llegan los alaridos del hambre y el abandono. Desde los campanarios no se percibe a Dios, ni siquiera desde la soberbia elevación de los púlpitos se presiente el dolor divino ni las lágrimas de los desamparados.
Los pobres no tienen fuerza ni para levantar al cielo sus puños cerrados. El bebé solloza dentro y sus ojos no sobrevivirán a la ceguera de sus lágrimas que se despeñan hasta ahogarse en el polvo contaminado por nuestro olvido.
Alguien, aliento adentro, llama a nuestra puerta cada noche justo antes de que el sueño nos conquiste. Una noche será un aullido que nos helará el corazón y al amanecer nos encontrarán desnudos y muertos a la puerta de una chabola. Ese será nuestro castigo. Merecido.