
Pocas frases han quedado adheridas como la hiedra a las paredes de tantos corazones. Siempre nos quedará París? es un grito de amor y rebeldía, de arrepentimiento y nostalgia, de desesperación y fracaso y a la vez de esperanza y alegría. Cuando todo esté perdido, cuando la noche agitada por el abanico negro de la luna se apodere del espíritu y la amenaza de lo invisible penda sobre nuestro pecho como una espada de vidrio recién retirada de una cuna de brasas, nos acordaremos de París.
París se hará recuerdo transformado en aquel día perdido, en aquella calle que no debimos pisar, en aquel regalo que despreciamos, en aquella ocasión desperdiciada. París pudo ser, envueltos en la pesadilla de la luna negra, aquel tren al que no quisimos subir o aquel beso que nos negamos a dar. También aquella caricia rechazada, aquella mano ajena y suave que apartamos de nuestras mejillas cuando solo quería enjugar la derrota de nuestras lágrimas.
París era el principio y el fin de muchas cosas, de muchos sucesos, de muchos obstáculos, de todo los que fuimos malamente superando a lo largo de los días de nuestra tambaleante vida. En la soledad absoluta, girando como peonzas en el silencio que solo se encuentra en el vórtice cegador del tornado, recordaremos París.
¡Siempre nos quedará París! clamaremos alzando los brazos al cielo recordando los días redondos de escuela y bicicleta, los caramelos y los cacahuetes en el cine y el primer cigarrillo mareante apoyados en la destartalada grúa del muelle. Cuando lleguen los destrozos de los hospitales y sintamos nuestro cuerpo vulnerado por los algodones y las agujas, recordaremos París? París, aquella piel brillante y tersa que nos vestía y aquel latido suave y dulce que palpitaba dentro del pecho como un tren recién salido de la fábrica de juguetes.
A nuestro alrededor veremos formado el soberbio ejército de las malas horas dispuesto a dar la batalla hasta la aniquilación perpetua de nuestra vida. Las saetas, las lanzas y las espadas traspasarán diariamente nuestro cuerpo antaño magnífico, perfecto y sano. Se derrumbarán nuestros ojos como andamios corroídos y nuestra lengua se precipitará a la tierra desde las alturas del rostro. Privados de la luz y la palabra, nuestros pasos nos conducirán a la templanza del heno. Al lejano eco del aliento de nuestra madre y al frescal aroma de su piel. Allí en el último establo del último viaje descansaremos tiritando yacentes sobre un puñado de nieve negra dando vueltas y vueltas eternamente en un tiovivo sin caballos ni música.
Entonces recordaremos París y gritaremos mudos su nombre por si los cielos nos oyeran. Buscaremos en nuestro sueño desesperado la ventanilla en la que un esqueleto nos informará de que se han agotado los billetes y no saldrá otro tren hasta el día siguiente. Nunca llegará ese mañana pues estaremos viviendo en una noche eterna. En aquella hora recordaremos el tiempo en el que pudimos ocupar nuestro asiento en el vagón de la gloria pero, ¡qué estúpidos!, rompimos el billete en mil pedazos y nos alejamos de aquella que habría de ser nuestra última estación, nuestro último tren, nuestra última oportunidad de volver a París.