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La encajera

César Antonio Molina

FUGAS

Las dificultades de la convivencia en pareja, la imposibilidad del amor puro, la belleza y la bondad que no bastan por sí solas recorren la película dirigida por Claude Goretta en 1977

27 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En El mundo como voluntad y representación, Shopenhauer escribe que el cuerpo es para nosotros solo una representación y, más adelante, añade: «El cuerpo es aquí para nosotros un objeto inmediato, esto es, aquella representación que constituye el punto de partida del conocimiento del sujeto, ya que tal representación, con sus alteraciones conocidas inmediatamente, precede a la aplicación de la ley de causalidad, proporcionando así a esta los primeros datos». ¿Es suficiente entonces la sola belleza del cuerpo para mantener el amor? ¿Seríamos capaces de vivir toda una vida contemplando la belleza de La Gioconda de Leonardo, El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli o La maja desnuda de Goya? ¡No! ¡Seguramente no! La belleza, sin más, también cansa, agota, establece una inmovilidad que gasta el escaso tiempo de la vida. Porque la vida es, por lo general, movimiento, no estatismo (aunque puede y hasta es deseable que esto último también exista en algunos estratos de la sociedad como el religioso). Por lo tanto, las dificultades en la convivencia entre Beatrice (Isabelle Huppert) y François (Yves Beneyton) en el filme de Claude Goretta, basado en la novela de la escritora francesa Pascal Lainé (el guion es del propio director, de Joachim Kunzendorf y de la autora de la novela, premio Goncourt), van a surgir muy pronto, una vez el deslumbramiento del estudiante de letras de París vaya desapareciendo. La belleza de la muchacha y su bondad angelical se eclipsan por la insistencia en no modificar su estatus intelectual bajo.

Cuando Beatrice y François se conocen mantienen esta preliminar conversación ilustrativa de toda la historia:

-¿Te gusta leer?
-No tengo mucho tiempo
-¿A qué te dedicas?
-Trabajo en una peluquería.

François queda un poco desilusionado. Beatrice, desde el primer momento, no lo engaña. Es una peluquera, tiene 18 años, es virgen y, como diría Nietzsche, tiene el misterio de las mujeres antes de embarazarse. Los paseos, la seducción, el paisaje marino, las expectativas, la belleza de la muchacha y su silencio, por lo de ahora, conforman al amante. Por el contrario, Beatrice desarrolla el amor puro, el amor activo sin mezcla alguna de amor propio, complacencia o narcisismo. Se entrega totalmente a él en un amor absoluto. Entrega su blancura inmaculada, su pureza, la pureza que embellece cualquier otra virtud, incluso de las que se carece. Beatrice está dispuesta a morir por el amor.

Beatrice es la belleza, la pureza, la ingenuidad, la lealtad, ¿pero todas estas virtudes son suficientes para hacer feliz a su amante? ¡No! Beatrice encandila a la familia de su novio. François le pide que se casen. Y a así lo llevan a cabo. Cuando uno de sus amigos de la universidad le pregunta a François si Beatrice ha estudiado y él responde que no, aquel le hace ver que eso puede ser un problema. François afirma tajantemente que no y añade: «Tiene una inteligencia natural». Pero tampoco esta capacidad será suficiente para evitar lo que tan bien expresó Maiakovski en estos versos: «...la barca del amor se ha estrellado contra la rutina de la vida...». François insiste en que acuda a clase y estudie, que lo comparta con el trabajo o incluso lo abandone, pero Beatrice se niega, le dice que le gusta vivir así, vivir entregada a él, aprendiendo de él, esperándolo, satisfaciéndolo. Pero las distancias se van agrandando en la vida social. Beatrice tiene una amiga y compañera de trabajo, Maryléne (Florence Giorgetti), la versión más mundana del amor. Ella la desaconseja y la previene de esta manera tan cruda: «El amor no dura. Se bebe en el mismo vaso y luego, ronquidos. La pasión, el amor, todo es una farsa. Y todo eso por follar un poco».

¿Qué pensaríamos de un amante que increpa cada vez más a su amada diciéndole que debe prepararse, cultivarse, educarse y, sin embargo, le reafirma su amor? Responderíamos sin duda que esa sí es una lucidez inquietante y una extraña tibieza, y pensaríamos con razón que a ese amor le sobran reproches para ser un amor sincero, que se fuerza un poco, que ama sin ganas, que ama a regañadientes. Un amor que ama tan a disgusto, que conoce las dificultades y obstáculos a pesar de los cuales condesciende a amar, ese amor es sospechoso. Sospechoso por parte de él, no de ella, complacida. El cuerpo, el sexo, el cariño, ya no son suficientes. El cansancio ha inundado sus vidas. Ya no tienen nada de qué hablar, la monotonía y el aburrimiento los inunda y los ahoga. Ella, desde su ingenuidad, es consciente del fracaso. Como decía Baudelaire, lo bello no es más que la promesa de la felicidad, pero la felicidad no puede pasar de promesa.

Beatrice va perdiendo el interés por todo. Regresa al domicilio de su madre. Enferma. Ingresa en un hospital psiquiátrico. Pierde la conciencia del tiempo. El tiempo es tan distinto del dolor que más bien sería su remedio: el tiempo es una medicina para el dolor; actuando como un sedante y analgésico, la morfina del tiempo palia los viejos dolores y adormece los viejos pesares. Los adormece, porque ella se niega a olvidarlos del todo. Beatrice emprende lentamente el camino de la muerte, paradójicamente, el amor tiende él mismo hacia su propia negación, hacia la propia negación de su ser, su propio no-ser. ¿Vivir para otro, es suficiente? ¿Es suficiente para el que ama y el amado? ¡No! El amor es más exigente, cruel y lo quiere todo: la belleza física y la intelectual, lo que se tiene en abundancia y de lo poco que se pueda carecer. Hay una gran diferencia entre morir por el otro, sin saber por qué, y vivir para alguien a quien se ama hasta morir por él, vivir y morir de amor: la dedicación ciega a otro fundamenta la simple abnegación, mientras que la dedicación cuya única intención es el amor y cuya exclusiva finalidad es el amado se llama sacrificio. Porque la abnegación es, ante todo negación de sí. Abnegación y sacrificio, ¡qué más da! Beatrice está condenada a muerte. ¿Quién fue el culpable? Pero François también es una víctima de su rousseaunismo. Él pensó, al principio, que la bondad natural es suficiente en la cultura y la civilización, cuando, por el contrario, es un inconveniente.

François visita a Beatrice en el hospital. Le lleva flores, pasean por el jardín empedrado de hojas muertas del otoño, recuerdan los buenos momentos pasados juntos. Ella parece alegrarse y su rostro recupera esa belleza sencilla y deslumbrante. Por primera vez le miente para absolverlo de su culpa pues qué poder posee el amor, sino el del perdón. Le dice que conoció a otros hombres y viajó por Grecia. François parece celoso y promete volver a verla. Ella lo pone en duda, no es que dude de él sino de ella, de su fortaleza para seguir viviendo no solo física sino también y, sobre todo, mentalmente. Françoise se va, Beatrice vuelve a la sala de ocio del recinto. Allí la vemos tejiendo junto a unos carteles publicitarios de Grecia, los molinos solitarios de Miconos. Beatrice mira a la cámara de frente como si mirara la propia muerte. Está lista, ¿qué podría temer? «Él había pasado por su lado sin verla. Porque ella era de esas almas que no hacen ninguna señal, pero que hay que cuestionar pacientemente y sobre las cuales hay que saber posar la mirada. Un pintor la habría tomado como modelo. Habría sido lavandera, aguadora o encajera» nos dice una voz en off. Sí, hubiera sido el rostro en un cuadro bellísimo pero la vida a veces está reñida con el arte.