
Un acercamiento personal al vitalismo genuino del creador a través de quienes lo conocieron de cerca
17 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.El pasado noviembre, mientras hacíamos tiempo para acudir a una sesión de gala de Cineuropa, almorzaba en Santiago con Chema Prado -director de Filmoteca Nacional, amigo muy querido y cómplice del festival desde hace más de una década- y con Paulo Branco, el productor más relevante del cine europeo del último medio siglo, a quien honrábamos ese día en Compostela. Ya con el trago del estribo, comenzamos a hablar de Manoel de Oliveira. No había alarma sobre su salud porque ¿qué piloto rojo se va a encender cuando uno ha pasado ya el valle de los 105 años, donde ya no habitan luces ni sombras?
Paulo fue decisorio impulsor de la etapa más fecunda de Oliveira. La facilitó desde 1981, cuando produjo Francisca, hasta el 2004, cuando el desgaste del tiempo y de los materiales emocionales lo llevó a tomar la única decisión posible en estos casos: la de dar por concluido aquel acompañamiento esencial al director de Oporto y a su obra, que hoy no puede concebirse -desde luego, otro hubiera sido su devenir- sin el papel de Paulo Branco en esas veinticuatro películas en las que Oliveira alcanzó cumbres creativas, prestigio universal. Y pasaron a ser familiares en su cine, por mediación de Paulo, el gotha de los actores internacionales: Catherine Deneuve, Malkovich, Piccoli, Mastroianni, Irene Papas, Stefania Sandrelli, Bulle Ogier, Marisa Paredes o Maria de Medeiros.
Recuerdo que estos amigos se extendieron en historias divertidas, mágicas o directamente tragicómicas sobre el carácter extraordinario de Manoel.
No procede narrar lo inenarrable. Creo que es de público conocimiento la devoción del maestro por las mujeres, en un desafío a la biología del cual él se ufanaba. En uno de aquellos rodajes, cuando Oliveira ya había dejado muy atrás los ochenta años, su campaña de seducción de la mujer de uno de sus mejores amigos llevó a ésta, acorralada, a cursar llamada urgente a su pareja, también actor, para que se presentase con urgencia al rescate. Premura complicada porque él rodaba ¡en Shangai!
Es también sobradamente sabida, y por eso puede contarse, la fijación de Oliveira por la que fue musa de su mejor cine, Leonor Silveira. Manoel chantajeaba a su entorno con una sobrevenida falta de inspiración para filmar si no estaba Leonor en una película, en concreto en O Convento. Y por ese hilo, para atraer a la actriz portuguesa, se pensó en que Catherine Deneuve sería un buen estímulo profesional para convencer a la Silveira. Luego Deneuve empatizó con el universo Oliveira, como el resto de colosos icónicos que ese demiurgo ácrata y maravilloso que es Paulo Branco arrimó al cine de Manoel.
En el 2004 le entregamos a Oliveira el Premio Cineuropa. Otro noviembre, once años atrás. Recuerdo lo mucho que Manoel se interesó por la belleza de la conductora de la gala, Comba Campoy, a la que besaba, en la fiesta del Teatro Principal, a la rusa; esto es, tres veces. Y a la cola, para repetir, mientras los ojos le chispeaban. Entonces mantenía esa forma física prodigiosa que le gustaba exhibir. Chema Prado, fotógrafo creativo que ha expuesto internacionalmente y también en su Galicia, no tenía que esforzarse nada para animarlo a que se encaramase apoyando sus pies en los huecos entre los sillares del convento de San Paio de Antealtares. Y en las fotos aparecía así Manoel como suspendido en la pared de piedra, elevado como un Spiderman intemporal. Había que ver cómo subía las endemoniadas escaleras de caracol de la Facultad de Historia, dejando a todos atrás. Con el bastón como adorno dandista.
No se venía arriba. Habitaba de modo constante un estado de euforia elegante, interior, indescifrable. Recuerdo la cena después de presentar O quinto imperio, la película sobre el rey Sebastián donde todo el sebastianismo femenino fue a parar al actor Ricardo Trepa, nieto de Manoel, galán evidente que desató muchas hormonas en el pase. Aquella cena se convirtió en una de esas pequeñas locuras difíciles de administrar. Y que trataré de escenificar. Era una marisquería. Pero Oliveira estaba empeñado en cenar tortilla española. Las fans de Ricardo Trepa nos iban cercando en torno a la pecera de los lumbrigantes. Yo estudiaba la manera de sacar adelante el interés de un psiquiatra y gerontólogo eminente, que ya había entrevistado a Leni Riefenstahl y a Oscar Niemeyer, por verse con él. Pero Oliveira estaba mucho más por besar a Comba Campoy que por ser estudiado como eternal. El entonces alcalde, Pepe Sánchez Bugallo, y el reciente responsable municipal de Cultura, Néstor Rego, se pasaron la noche en la barra del restaurante y no contribuían a oficiar de anfitriones. Yo veía que hablaban con cierta vehemencia. Estaban negociando lo que sería después el gobierno de coalición en Raxoi, que duraría ocho años, pero eso solo lo supe más tarde.
A Manoel le prometió Chema Prado que la tortilla la tendría en la comida del día siguiente, como así fue, aunque para ello hubo que chantajear emocionalmente al chef, explicándole poco menos que aquel era el útimo deseo de un nonagenario. Ricardo Trepa, el nietísimo, se esfumó rumbo a Oporto sin satisfacer ansiedades.
A Manoel volví a verlo en San Sebastián, dos años más tarde, donde presentaba Belle Tojours. Seguía utilizando el bastón como mero fetiche, como Sanson su melena. Y luego en el 2010, en Cannes, inaugurando con O extranho caso de Angélica. Allí cruzó por la alfombra roja del Lumière, que ya impone, más grácil que Pilar López de Ayala, y eso que ella levitaba.
A raíz de un bajón de salud que Oliveira tuvo en el invierno del 2012, el director también portugués Pedro Costa, que se había pasado toda una tarde en Compostela hablándome de cómo se afanaba en las derrotas su Benfica y parodiando al rey Juan Carlos, se puso de pronto muy grave: «El día que muera Manoel no sé lo que pasará. Para Portugal será algo terrible, inasumible».
Fue al primero a quien le envié mis condolencias el jueves santo. Aún no me contestó al e-mail. Pero, tranquilo; eso, en el código de Pedro, quiere decir que todo va bien.