Cospeito tiene un atractivo extraño y particular, de largo alcance. Lo primero que atrae este punto central de la Terra Cha son muchas aguas, que se embalsan y forman un sistema de lagunas. Esos parajes son un imán para las aves acuáticas, y detrás de ellas iban tradicionalmente los cazadores con perros aficionados a nadar. Los patos encontraron buenos abogados y ahora lo único que se dispara en los humedales son cámaras. Especialmente en Cospeito, que será seguramente el cañaveral con mayor esfuerzo humano en honor de los patos, con un centro de interpretación, una colina mirador, abundantes atalayas y un sendero de circunvalación densamente plantado para que los pájaros estén tranquilos cuando pasa la excursión.
Es un paseo de una hora a paso escasamente atlético, incluidas las paradas para admirar los colores de los patos culleretes. El aire, curiosamente, no huele a nada. Está limpio, y la prueba del algodón la dan los líquenes barbudos que tapizan las ramas.
Por aquí siempre ha venido gente de lejos. Los patos, de Escandinavia y de Rusia. De Alemania, en la Segunda Guerra Mundial, vinieron tropas con tres antenas gigantescas para guiar sus submarinos; aún quedan por allí sus barracones. De Madrid llegaron, después, órdenes de desecación y colonización que a su vez trajeron colonos de A Fonsagrada, de Quiroga, de Burgos y hasta algún marroquí. La huella de aquella reforma agraria está en la rectitud de pistas y canales, en la chocante modernidad, ya con casi sesenta años, de núcleos científicamente planificados como el de Arneiro. El aire puro de Cospeito no es, por todo esto, la atmósfera de un desierto, sino un aire vivo y cosmopolita.