La memoria profunda, donde se guardan imágenes que creíamos borradas hace años, se despierta sobre todo con el olfato. Lo habrán estudiado los neurólogos, pero en la literatura, las lecciones sobre esta relación entre la nariz y la infancia lejana las dio sobradamente Marcel Proust. En la memoria profunda, O Carballiño huele a ramitas de pino cortadas con navaja para pincharlas en tierra y construir con ellas un fuerte del Oeste, en un campo que empezaba a amarillear. Era agosto y las piñas estallaban en las ramas. Hará de esto más de medio siglo. Ahora O Carballiño no huele así; hace frío, y el Arenteiro suelta un aroma a menta fresca que, si Colgate fuera capaz de atraparlo, haría el dentífrico del siglo.
La ciudad parece hecha para el paseo; en pocas partes se palpa un respeto tan evidente hacia el arbolado, contagio, seguramente, del extraordinario parque municipal, uno de los mejores de Galicia. Hay que comprobarlo entrando en los jardines del balneario y continuar después por el municipal. Más de cien especies de árboles, algunos exóticos y raros, como el eucalipto de pantano que los supera a todos en altura, te obligan a caminar mirando para arriba; no hay que preocuparse por parecer un tonto buscando biosbardos. Si el recorrido resulta corto, se sigue río abajo por el paseo de los Patos hasta el molino de As Lousas y el parque etnográfico.
De vuelta a la villa, a mediodía, no huele a menta ni a pino, sino a pulpo en ebullición. Obedezcan a su nariz y cátenlo con un vino de cepa vieja de los que hacen aquí. Luego podrán hablar de lo que es la excelencia.