A Melide se va, normalmente, de consumidor, ya seas feirante o peregrino. Aquel lugar lleva siglos ejerciendo de encrucijada de caminos santos, de bisagra comercial para un amplio territorio agrario y, ya en los últimos tiempos, de núcleo de concentración educativa, así que los melidenses se han labrado con calma su prestigio de anfitriones.
Pero no todo son compras de feria, reposo de pies llagados y largas mesas compartidas. También hay hermosos entornos para el paseo. El más preparado, la ruta del río Furelos.
Nos hubiera gustado acudir a Melide en expedición, como hicieron hace 90 años los sabios del Seminario de Estudos Galegos -Otero Pedrayo, López Cuevillas, Vicente Risco-, para exprimir todo el jugo cultural, folclórico y geográfico de la comarca. Por suerte tenemos su obra monumental, Terra de Melide, para guiarnos por este valle como si fuéramos eruditos.
Esa guía nos lleva a seguir el curso del Furelos, entre cercas de piedra y congostras profundas, para visitar la ermita de San Cidre, en Toques, sobre un mirador de vista amplísima. Todos los aficionados al monte le debemos un respeto. Dice el libro que la imagen del santo apareció en una cumbre apartada. La llevaron a la antigua ermita, y se escapó. La encontraron de nuevo y volvieron a enclaustrarlo. Pero a los pocos días se había fugado de nuevo. A la tercera por fin se quedó, luego e que le prometieran que lo llevarían todos los años en una procesión que, por su longitud, era más bien una jornada de trekking. Deberían nombrarlo patrón de los montañeros, de los presos fugados y de los claustrofóbicos.