

La gran exposición que acoge el Museo del Prado revela el verdadero rostro de Ingres, pintor cuya obra ha sido reducida habitualmente a una manifestación academicista y reaccionaria de neoclasicismo tardío. La pinacoteca española lo exhibe ahora como un hombre apasionado que renovó la pintura europea del siglo XIX
15 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Desde que el arte es arte, tras la labor del historiador y del crítico siempre ha estado de algún modo el empeño clasificatorio: reducir, simplificar, adscribir para comprender, reconocer, divulgar. Esta tendencia es mucho más acusada a partir de la segunda mitad del siglo XVII, especialmente si se piensa en Francia. Fue entonces cuando se impuso la jerarquía de géneros de la mano de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture. Lo explica muy bien Vincent Pomarède, responsable de programación cultural del Louvre y comisario de la exposición Ingres, abierta en el museo del Prado hasta el próximo 27 de marzo. En este ambiente de ordenar hasta la obsesión, exacerbado en el seno de la Academia gala en el encendido debate que se produjo entre los partidarios de la obra de Nicolas Poussin -razón, composición y dibujo- y los de Pedro Pablo Rubens -emoción, expresión y color-, hay que buscar las raíces del malentendido y los prejuicios que cayeron después sobre el trabajo de Jean-Auguste-Dominique Ingres (Montauban, 1780-París, 1867). Apunta Pomarède que se abusó de forma simplista de la oposición con su contemporáneo Eugène Delacroix (1798-1863) para entender la pintura de Ingres, y que ese enfrentamiento estético y filosófico todavía lastra hoy la interpretación de su obra. Ellos mismos asumieron la disputa en el terreno de lo personal y la llevaron en diversas ocasiones hasta el odio y el insulto: «cerebro defectuoso», calificó Delacroix; «apóstol de lo feo», replicó Ingres (la admiración mutua también tendrá sus manifestaciones). El frenesí por la catalogación científica, en todo caso, redujo a ambos a cabezas de cartel de [respectivamente] dos poderosos movimientos, dos ismos -neoclasicismo (Ingres) y romanticismo (Delacroix)-, con los que, por cierto, ninguno de ellos se identificaba. Ese combate, de evidente eficacia pedagógica, no valora su vocación de independencia y su libertad como creadores, que, en el caso de Ingres puede verse reflejado en estas sus palabras: «Creo haber abierto una vía personal añadiendo al amor que [Jacques-Louis David] sentía por lo antiguo, el gusto por la naturaleza viva, el estudio de la gran tradición de las escuelas de Italia y sobre todo de las obras de Rafael».
La alargada sombra de David (París, 1748-Bruselas, 1825), rutilante gurú del neoclasicismo, suele dejar en penumbra los ricos matices de su discípulo Ingres. Pero frecuentemente se olvida que cuando llegó al taller de David -uno de los más prestigiosos de la Europa de la época-, Ingres, a pesar de ser un adolescente de apenas 16 años, era ya un joven maestro del dibujo. Mediaban las enseñanzas de su padre, Jean-Marie-Joseph Ingres, pintor, dibujante, escultor, decorador (y hasta músico) de notable oficio, con el que copiaba estampas clásicas de Rafael, Tiziano, Rubens, Watteau... También, por supuesto, su estancia en la Académie des Beaux-Arts de Toulouse. Y, quizá por encima de todo, su decisión y su personalidad, que había forjado en la tutela paterna y lo apartaba de capillas, anota Pomarède, que, para distanciarlo de un seguidismo plano de neoclásicos y románticos, alude a otro de sus pensamientos clave: «Además, no hay dos artes, solo hay uno, el que se funda en la imitación de la naturaleza, de la belleza inmutable, infalible, eterna». Sí, ese paisaje que, dice, «es una rama del arte que acerca y enseña filosofía al hombre». Él lo irá introduciendo sutilmente en sus escenas de inspiración clásica y renacentista, religiosa, histórica o literaria. Sin entregarse a nadie, Ingres se dejará visitar por los desvelos del espíritu del realismo y de los futuros simbolistas. En un tiempo en que la consideración general aún prescribía la pintura de la historia (como la de mayor grandeza y legitimación), él apostaba por otros temas menos reputados.
El desnudo, sin guion
No hay que olvidar, por ejemplo, señala Carlos González Navarro, comisario de la muestra por la parte del Prado, que La gran odalisca «es uno de los primeros desnudos sin exigencias del guion, ya que no está respaldado por un relato cristológico o literario». En este aspecto fue un renovador, aunque muchos le hayan reprochado una falta de imaginación -el poeta Charles Baudelaire, de intuitivo ojo crítico, entre ellos- que lo obligaba a volver siempre sobre los mismos asuntos.
No puede aceptarse entonces que Ingres sea un pintor frío, serio, limitado, soso, reaccionario, como se ha tenido durante mucho tiempo y como parece insinuar su Autorretrato a los 78 años (1858). «No es academicista, aunque sí pasó por la Academia. Es un hombre apasionado que busca novedades y es original», afirma Pomarède. Y quizá sea en el retrato y en sus suntuosos desnudos donde más nítidamente se puede percibir. El retrato -un buen hilo conductor de su trayectoria, ya que vuelve de manera regular sobre él- muestra su gusto por la primorosa finura del detalle y el juego de perspectivas que le ofrece el reflejo de los espejos. En los modelos masculinos, prioriza la franqueza del gesto y la hondura de la personalidad.
Poco después de aquel autorretrato, Ingres, ese mismo octogenario de mirada adusta, artista maduro, emprende la que será su gran obra maestra y también más revolucionaria, El baño turco (1862), que condensa la descripción que Miguel Zugaza, director del Prado, hace de su papel en la historia del arte: «Es el último gran discípulo del maestro de Urbino, Rafael, y también el modernizador de la tradición clasicista y el inspirador de la vanguardia del siglo XX: Picasso, Matisse, Dalí, Man Ray, André Masson, Picabia...». Es más, parece que Picasso se quedó prendado tras contemplar en 1905 El baño turco, y que «este vínculo quedará establecido como uno de los mayores acicates para el desarrollo de la pintura contemporánea», destaca Navarro.
«Toda la vida ha trabajado sobre este cuadro», recuerda el comisario francés. Lo atestiguan bocetos, dibujos y pinturas previas, como la motivación íntima que alienta este lienzo: la mujer recostada que ocupa la parte derecha de la composición está inspirada en el rostro de su esposa, Madeleine, por entonces fallecida.
El óleo es un prodigio de ritmo pictórico, de la sublimación de las formas, del refinado tratamiento de la luz, de musicalidad, de erotismo lésbico. «La destrucción y reconstrucción de la forma anticipa el trabajo que hará Picasso en el siglo XX», insiste Pomarède, que elogia una rapidez de pincelada y un sentido de la expresión que retratan a Ingres como «un hombre fogoso» que no dudó en cuestionar «la línea, la forma y el espacio en el arte pictórico». Así es, sin duda, el Ingres que revela el Prado, que lo reintegra con absoluta justicia a la centralidad de la gran plástica europea.
Madrid. INGRES. Museo Nacional del Prado (Edificio Jerónimos, salas A y B). Hasta el 27 de marzo (abierta el pasado 24 de noviembre). Horario de visita: de lunes a sábado (de 10 a 20 horas) y domingos y festivos (de 10 a 19 horas). Precio de entrada: 14 euros. Exposición patrocinada por la Fundación AXA y producida por el Prado con la colaboración del Louvre y el museo Ingres de Montauban. Más información en https://www.museodelprado.es