Volvemos a visitar A Estrada treinta años después de aquella primera vez, que fuimos a comprar un perro. Tenía pedigrí y sus dueños también; aún vivían en el pazo monumental de sus ancestros. La perra salió buena, pero era exquisita en el comer y cuando le pedías la pata se limitaba a hacer una leve reverencia.
Los coruñeses nos traemos un viejo pique con los estradenses; con lo bonita que es la bahía, el arzobispo Gelmírez prefirió A Estrada, y le cambió al rey los dominios de la torre de Hércules por los de Tabeirós. ¿Será que le iba más el vino que las sardinas? Fuera como fuese, este valle del bajo Ulla concentra toda la belleza que se espera de Galicia, desde las cumbres bravas donde se crían los caballos, donde se echó al monte Pepa a Loba, hasta ese culmen de la riqueza agraria que es el pazo de Oca. Hoy toca visitar otro pazo, el de Valiñas, una gran casa rural sin murallas ni almenas, todo a la vista, a la sombra de la impresionante sobreira tricentenaria, «arpa de las tempestades», que ahora atrae este otro turismo admirador de los bosques y de los pájaros. La tempestad ya pasó, pero quedan las aguas de tantos días de lluvia. Por Callobre, el rego de la Fervenza se precipita con violencia al pozo dos Mouros. A la orilla del río Liñares, un arrendajo nos acompaña en el paseo, saltando de árbol en árbol. Seguiríamos kilómetros y kilómetros por allí, hasta el Ulla, pero ya son las dos y el estómago nos recuerda que no vivimos solo de paisaje y que el guiso de jarrete, con sus patatas amarillas, sus chícharos verdes y sus pimientos rojos también forma una bonita composición.